6 jun 2008 | By: Laura Falcó Lara

Ocho


Era verano y como siempre la vida normal se ve alterada. Muchos seguimos trabajando pese a ser agosto y nos dejamos algunos días de vacaciones para el invierno y durante esos días de trabajo nos vamos a las afueras de las grandes ciudades y recorremos cada mañana y cada tarde grandes distancias para ir a trabajar. Aunque todavía trabajamos el estar ya en la casa de la playa nos da la sensación de vacaciones y el esfuerzo, aparentemente, nos compensa. Fue una de esas tardes en que todos volvíamos del trabajo en la que todo cambió para siempre. Recuerdo como si fuese ayer aquella maldita noche. Dudo que jamás en mi vida consiga olvidarla. Eran las ocho y cuatro de la tarde aproximadamente. Me dirigía a la casa de la playa algo más temprano que cada tarde ya que era mi santo y quería salir a cenar con Alex, aunque aquel día me sentía más cansada de lo normal. Me costaba mantener los ojos abiertos así que encendí la radio y puse el aire acondicionado a la máxima potencia. El tráfico era fluido y salvo por el reflejo del rojizo sol del atardecer sobre el salpicadero del coche, conducir por aquella autopista era un placer. De pronto, un extraño estado de angustia me invadió. Algo no iba bien y me puse en estado de alerta. Fue entonces, al coger la curva más cerrada del recorrido que un ataque de pánico hizo presa en mí. Frené en seco, el coche derrapó en la curva y me quedé con el vehículo cruzado en la mitad de la autopista. Por suerte no había nadie cerca. Miré a un lado, miré al otro y llevé el coche hasta el arcén. ¿Qué había pasado? No había nada, ni ningún motivo para aquella reacción. Tomé aire y me senté sobre el capó del coche. Mire el reloj. Eran las ocho y media. Después de pasear un rato y tratar de tranquilizarme reemprendí la marcha y no tardé demasiado en llegar a casa. Nueve y media de la noche. Suena el teléfono. − ¿María? − Si, soy yo. ¿Quién llama? − María soy papá. Ha habido un accidente de coche y Enrique...se ha matado. − ¿Qué?, Pero... ¿Cómo...?, ¿Qué ha pasado?, ¿Y Ana?, ¿Y los niños? − Iba sólo. Ana y tus primos están en Salou. María lo siento pero tengo que dejarte. Tu madre está deshecha y hemos de ir donde tus abuelos que aún no saben nada. Te llamo luego. Me senté en el sofá sin saber bien bien que hacer. Era incapaz de llorar porque imagino que no podía creer lo que acaba de ocurrir. Entonces me acordé de Alex, debía estar a punto de llegar. Efectivamente, a los diez minutos sonó el timbre de la puerta. Va a ser una noche muy larga pensé, así que más vale que después de abrir la puerta prepare una cafetera. Alex entró por la puerta y sólo ver mi cara supo que algo horrible había pasado. Le conté lo sucedido y por primera vez desde la llamada de mi padre una lágrima se deslizó por mi mejilla. Las malas noticias son así, no te dejan indiferente y aunque al principio te cueste reaccionar al final el dolor acaba por aflorar de un modo u otro. Al final se hizo tarde y Alex durmió en casa y sobretodo trató que yo durmiera algo. Sin embargo, pasé gran parte de la noche pendiente del teléfono y dándole vueltas a la cabeza. Al día siguiente nos levantamos temprano y fuimos a casa de mis padres y de ahí al tanatorio. Son sumamente curiosas las conversaciones que la gente mantiene en esos lugares. A veces son intranscendentales, otras inclusos cómicas − como si necesitaran liberar la tensión de alguna forma − y en muchos casos tienen algo de morbosas ya que se recrean en la muerte del difunto, en las circunstancias, en el dolor... Fue a raíz de una de esas conversaciones que se despertó en mí la voz de alarma. Era como si los datos que iba conociendo sobre la muerte de Enrique siguiesen algún tipo de extraño patrón, un patrón numérico casi perfecto. - ¡Enrique murió en la autopista A-18, a las 8: 35 de la tarde, con 38 años, en el kilómetro 38 y medio, el día 18 del 8 de 1998! Exclamé. -¡Dios! ¿Cómo pueden darse tantas casualidades? ¿Es que nadie más se ha dado cuenta? Todos me miraron boquiabiertos. No reaccionaban. No sé si porque en su fuero interno pensaban algo así como "ya está esta cría con sus tonterías" o porque el miedo a lo desconocido e inexplicable había bloqueado sus mentes. De pronto recordé algo más; mi reacción en la autopista. ¿A que hora me pasó aquello?...mmm… ¡recuerda María, recuerda!....Cuando miré el reloj en el arcén eran las 8:30 de la tarde. ¡Dios! ¿Había sido aquello una premonición? Pasé varios días pensando en todo aquello. No podían ser meras casualidades. Recordé entonces que hacía cuatro años gracias a la loca de Sofía había conocido a un personaje un tanto curioso que decía ser experto en numerología. A Sofía le apasionaba todo lo relacionado con la parapsicología y claro, alguna que otra vez acababa pagando para que algún supuesto médium o vidente le leyese el futuro. Quizás aquel hombre que me presentó Sofía podría aclararme algo, pensé. Removí todos los viejos papeles del carpesano del mueble de la entrada buscando la tarjeta que aquel hombre me había dado. Sí, allí estaba; Eugenio Ribalta psicólogo y especialista en numerología y feng shuí. ¿Porqué estos personajes ponían siempre en sus tarjetas psicólogo? Era como intentar revestir de ciencia o de algo serio a las artes esotéricas. Cogí el teléfono y le llamé. − Yo no creo en las coincidencias. De hecho, el exceso de coincidencias recibe el nombre de sincronicidad. Dijo Eugenio tras escuchar atentamente el caso. − ¿Entonces? Pregunté yo − Soy de la opinión que cuando en una muerte o hecho traumático existen semejantes coincidencias es porque alguien “del otro lado” intenta comunicar algo y no suele ser nada bueno. Dime, ¿para ti el número ocho posee algún significado especial? ¿Lo tenía para el difunto? − Que yo sepa no. − En esoterismo el ocho simboliza el infinito, el principio y el fin de las cosas. También representa al hombre, la tierra y lo terrenal. A su vez el ocho se forma a base de dos ceros superpuestos. Por otra parte también podríamos sumar todos los dígitos y ver que ocurre. Es decir, 18 + 8 + 1998 + 18 + 38 + 38, 50 y respecto a la hora...mmmm...ocho y media podría ser 8,5 o 8,30 o 20,5 o 20, 30...probaremos todas las opciones y veremos si alguna tiene sentido. Las primeras cifras suman 2118,5. Así que la primera opción daría 2127, la segunda 2126,8, la tercera 2139 y la cuarta 2138,8. En principio suenan mejor la primera y la tercera, son números enteros, sin decimales. Si en ambos casos sumamos las cifras con el fin de reducirlo a un número tenemos 2+1+2+7= 12 que sumado nuevamente es 3 y en el segundo 2+1+3+9= 15 que sumado da 6. ¿Te suenan familiares esos números? − Nuevamente la respuesta es no pero...mientras hacías esos cálculos me ha venido a la cabeza que ese tipo de juegos numéricos parecían los típicos resultados de un juego de azar, o una combinación de algo. − Me temo que el resto deberás averiguarlo tú. Piensa en el ocho, en los ceros superpuestos, en las sumas y pregunta a la familia, en el entorno...a veces la información más inverosímil puede llevar a la clave. − Muchas gracias Eugenio. Si tengo más dudas ¿puedo llamarte? − No puedes, debes. Es más, si solucionas el enigma no te olvides de contármelo. − De acuerdo. Gracias de nuevo y hasta otra − Adiós Me tumbé en el sofá y repasé todos los datos. Los ochos, los ceros, todas las cifras daban vueltas en mi cabeza pero ninguna tenía sentido. A la mañana siguiente decidí ir a casa de mi tía. Quizás hablando con ella vea o recuerde algo que me dé una pista. Así que sobre las once de aquel domingo me encaminé al magnifico ático que tenían en la parte alta de la ciudad. Ana era una mujer muy agradable y cariñosa. Desde que la conocí supe que haríamos buenas migas bien fuese por la proximidad de edades, o por que teníamos muchas aficiones en común. Pasé toda la mañana recordando cosas, consolándola y tratando de no preguntar de forma demasiado directa acerca de los números, creo que no lo hubiese entendido. Fue entonces cuando a raíz de la conversación Ana insistió en enseñarme el último regalo que Enrique iba a hacerle y que nunca le llegó a hacer. - El joyero de toda la vida vino ayer a casa y me lo dio en persona. Por lo visto tenía pensado recogerlo al día siguiente del accidente y claro, nunca fue. Imagino que su intención era regalármelo por mi cumpleaños en noviembre. En ese momento algo llamó mi atención. Ana se levantó del sofá y se fue hacia uno de los cuadros que tenían colgados en la pared del fondo. Lo levantó y pude ver la caja fuerte y como ella giraba las dos ruedas posicionando los dígitos...2...1...3...9 y ahora la rueda pequeña al revés...6!!! − ¡La leche! Exclamé Ana me miró y frunció el entrecejo preguntándome con la mirada a qué venía semejante exclamación. − ¿Qué ocurre? ¿Estás bien? − Sí, si. Es que me he dado un golpe con el canto de la mesa, no es nada. No sé porque extraño motivo preferí no decirle nada. Era como si mi sexto sentido me aconsejase ser cauta. ¿De quién podía fiarme y de quién no? ¿Qué se podía ocultar tras la clave de esa caja fuerte? Mientras Ana se acercó con una caja en la mano. − Mira que pulsera más bonita. ¿No te parece preciosa? Decía entre lágrimas y apretando los labios. − Es muy bonita, francamente espectacular. Entonces empecé a pensar que algo no cuadraba. ¿Noviembre? ¿Quién compraba un regalo 4 meses antes? Me parecía un poco temprano. Quizás estaría bien hablar con el joyero, pensé. Me despedí de Ana y como era tarde me fui directa a casa. Aquella noche me costó mucho dormirme. Era como tener las piezas de un rompecabezas y no saber cuál era la imagen final que formaban. A la mañana siguiente después de salir de la oficina me fui directa a ver al joyero. Carlos había sido el joyero de la familia desde que yo tenía uso de razón. Empezó siendo el joyero de mi abuela y el resto lo fuimos adoptando por comodidad y confianza. − Buenas tardes Carlos. − Hola guapa, cuanto tiempo sin verte. Por cierto, siento horrores lo de Enrique. Ya sabes que le conocía desde niño y es como si se hubiese muerto un sobrino o algo así. Desgraciadamente no pude venir al entierro porque me pilló fuera de la ciudad pero esta tarde miraré de acercarme donde Ana para darle el pésame. − ¿El pésame? Pero... ¿ayer no fuiste a verla? − ¿Yo? No. La última vez que la vi fue dos días antes del accidente. Vino a dejarme una sortija a la que se le había desprendido una piedra y yo aproveché para darle una pulsera que Enrique había encargado. Eran ganas de que Enrique tuviese que pasarse estando ella aquí. Mi pulso se aceleró, me faltaba el aire. ¿Por qué iba Ana a mentirme? ¿Qué se ocultaba tras esa mentira? ¿Qué se ocultaba tras la pulsera? Tenía que volver a casa de Ana y abrir aquella caja fuerte. Estaba convencida que la solución estaría allí pero ¿Cómo iba a hacerlo? Miré el reloj. Eran casi las ocho de la tarde. Saqué el móvil del bolso y llamé a Ana. − ¿Ana? Hola ¿cómo estáis todos? Ya, ya imagino. No es fácil y supongo que tendréis días y momentos mejores y peores. Pues verás, te llamaba porque estaba por el barrio y he pensado que si los niños están en casa y no te va mal me encantaría subir y verles un rato. Así te hecho una mano con los baños y la cena. Perfecto, estoy ahí en cinco minutos. Todavía no sabía como me las iba a ingeniar pero algo se me ocurriría. Una vez allí y tras bañar a los peques ayudé a Ana a hacer la cena. De pronto lo vi claro. Me acerqué a la nevera y cogí un vaso de agua y al volver simulé que tropezaba y vertí toda el agua sobre la tortilla de patatas. − ¡María! ¡Me cagüen.....joder! − Lo siento Ana yo... ¿Quieres que te haga yo algo? No sé... − Deja. Anda vete a jugar un rato con tus primos y ya soluciono yo esto. Ya había conseguido la oportunidad perfecta. Ahora tenía que ser rápida...2…1…3…9 y ahora la rueda pequeña al revés...6. La caja se abrió. Di un vistazo rápido. Papeles, cajas con joyas, talonarios... ¿Qué estaba buscando? Empecé a mover los papeles con sumo cuidado. La mayoría parecían escrituras, documentos legales, resguardos o facturas...nada que me llamase la atención. Seguí removiendo las cosas pero con la inquietud de que Ana se asomase o los niños saliesen del cuatro de juegos. Entonces vi algo distinto. En una esquina de la caja había un pequeño sobre, de esos en los que solemos poner una tarjeta de agradecimiento o una nota. Lo cogí con cuidado, lo abrí y lo leí. “Con esta pulsera quiero decirte que jamás en mi vida he sido tan feliz como lo soy contigo. Ya falta menos para estar juntos. Te quiero. Enrique” Dejé caer la nota sobre la alfombra del salón desconcertada y asustada. Las piezas empezaban a tomar forma y la foto final no parecía demasiado apacible. Esa pulsera no era para Ana y si Ana la recogió antes del accidente... ¿Qué debió ocurrir aquel día en esta casa? ¿Leyó Ana la nota antes del accidente o se enteró después? Empecé a recoger todos los papeles con la máxima celeridad pero me di cuenta que si aquello era lo que parecía tan sólo aquel papel podría demostrar que lo que yo sabía era cierto. Tenía que hacer una fotocopia o algo así. Cerré la caja, deje el sobre para no llamar la atención pero me puse la tarjeta en el bolso. A la mañana siguiente me fui a hacer una fotocopia compulsada de la nota. ¿Cómo iba a devolverla? Las cosas se estaban complicando mucho y si mis sospechas eran fundadas, lo que empezó como un juego se estaba convirtiendo en algo peligroso. Ahora el tema era intentar averiguar quién era ella y eso no iba a ser fácil. Me pregunté que suele hacer la gente cuando tiene un amante. ¿Lo guarda completamente en secreto? ¿Tiene algún amigo confidente? ¿Suele frecuentar siempre los mismos locales, hoteles? No tenía ni idea de por dónde empezar. Hubiese pedido ayuda a Alex pero la posibilidad de que Ana hubiese tenido algo que ver en al muerte de Enrique me hizo desistir de compartir aquello con nadie, al menos hasta que pudiese borrar a Ana de la lista de sospechosos. Jesús había sido desde niño el mejor amigo de Enrique. Si alguien sabía algo de aquello era Jesús. Pero ¿Cómo iba a preguntarle sin levantar sospechas o sin contarle la razón real? Si yo fuera Jesús y supiera algo no soltaría prenda a menos que supiese que hay una buena razón para hablar. Otra posibilidad era Carmen, la secretaria de Enrique. Al menos en las películas las secretarias se enteran de todo y suelen ser las que llevan las agendas del jefe. Además, me parecía más fácil embaucar a Carmen que a Jesús. Cuando llegué a casa descolgué el teléfono y llamé a Carmen a la oficina. − ¿Está Carmen? − Si soy yo. ¿Eres María? − Si, la misma. Verás, te llamaba porque me haría mucha ilusión guardar la agenda de mi tío. Bueno, si no la quiere Ana, claro está. − Tu tía me dio órdenes de vaciar los cajones y tirarlo todo salvo lo personal así que, tuya es. − Perfecto. ¿Puedo pasar mañana a por ella? − Mejor te la mando por mensajero a la ofi y te ahorro un viaje. − Muchas gracias Carmen. Si no nos vemos cuídate mucho − Igualmente princesa Princesa...sólo Enrique solía llamarme así y claro, Carmen de tanto oírlo lo había adoptado. Pero aquel princesa me sonó lleno de tristeza. Supongo que después de seis años Carmen había cogido cariño a Enrique y claro, tampoco ella era de hielo. De pronto sentí unas ganas enormes de llorar. Enrique no iba a volverme a llamar princesa nunca más. Aquella tarde acabé con todas las existencias de kleenex que había en casa. Fue entonces cuando supe que no le iba a volver a ver. Repasé una y otra vez las notas, las citas, los escritos del margen de la agenda. Tiene que haber algo, Enrique era muy descuidado. No era capaz de ver nada extraño pero...porque había de ser algo extraño. Es decir, en muchos casos los amantes no son algo nuevo en la vida de alguien sino algo conocido que se transforma de “amiga, compañera, conocida a amante”. Si era así nada fuera de la rutina iba a sorprenderme. A ver, ¿qué sitios frecuentaba? El restaurante Casa Juana, El bar de la esquina de abajo,...como mucho el estanco de la calle de detrás de la oficina. Algo dentro de mí me decía que iba por mal camino. ¿Y si en vez de pensar sitios pienso en personas cercanas? ¿Pero quién? Adela seguro que no (Adela era la socia cincuentona y algo rellenita de Enrique). ¿Las administrativas? Demasiado jóvenes. Si fuese por dinero puede pero Enrique no era millonario y tampoco un hombre irresistible. ¿Y Carmen...? ¡Dios! ¿Y si fuera Carmen? Tenía cuatro años menos que Enrique y llevaba 6 años con él. Era una mujer muy atractiva, francamente encantadora y se había divorciado hacía tres años. Mi cabeza iba a mil por hora. Empecé a ver cosas que nunca había pensado. Ahora comprendía que en los últimos dos años siendo Enrique un auténtico despiste recordara todos los cumpleaños de la familia, que Carmen me llamara princesa o que Enrique se quedase algún sábado trabajando. Aquello al menos tenía lógica. ¿Pero como podía comprobar aquello? Y en cualquier caso, aunque eso fuera así, Ana continuaba encabezando la lista de sospechosos de… ¿de qué? ¿Por qué estaba asumiendo que tras la muerte de Enrique había algo más que un accidente? Se había realizado una autopsia y ninguna cosa indicaba nada parecido. Y si no había habido ningún asesinato o similar ¿qué sentido tenían las cifras y las casualidades? ¿Por qué mentía Ana? Pasé toda noche dando vueltas en la cama sin saber por donde seguir pero a la mañana siguiente una idea se instaló en mi cabeza. Si no hay asesinato y la única cosa que no cuadra son las mentiras de Ana, ¿Porqué no le preguntaba abiertamente a ella que razón tenía para mentir? Era algo arriesgado pero también era lo más sencillo. Esa misma tarde sin dudarlo ni un minuto llamé a Ana y me acerqué a su casa. Aunque sabía casi a ciencia cierta que no debía temer por mi integridad y que la idea del asesinato era ridícula prefería decirle a Alex donde iba a estar y pedirle que me pasase a recoger a última hora. − Hola Ana. ¿Cómo estás? − Mejor, aunque es muy jodido el tener que poner en cajas las cosas de Enrique. Es como estar recordando episodios de una vida que nunca más va a volver y por otro lado el hecho de guardar en cajas las cosas me hace sentir mal. Te parecerá una tontería pero me siento como si estuviese apartando sus recuerdos y destinándolos al desván del olvido. − Me imagino que esas sensaciones son normales. No debe ser fácil. ¿Y los peques cómo lo llevan? − Andrea lo lleva francamente mal. Con seis años no es fácil entender el concepto muerte. En su cabeza no deja de pensar que papá tiene que volver tarde o temprano. Guillermo es distinto. Me temo que con tres años salvo echarle ahora de menos, el recuerdo que tendrá de su padre será casi nulo. Y bueno, ¿qué te trae hoy por aquí? − Pues verás Ana, no voy a andarme con rodeos. Como sabes nunca he tenido pelos en la lengua. El otro día algo llamó poderosamente mi atención. − Dime − Esa pulsera que me mostraste… ¿No era para ti verdad? − ¿Qué? − Sabes perfectamente de lo que hablo. Fui a ver a Carlos y sé que te la dio antes del accidente y también sé lo de la nota. − ¿Quién…Cómo sabes…? − Ana, no importa el cómo o el quién, simplemente lo sé y lo que es más importante necesito tu ayuda porque hay algo pendiente y no sé que es. − Carlos me dio la caja dos días antes del accidente. Al Principio pensando que sería un regalo para mi no la abrí y pensé en dársela a Enrique pero luego cuando el llegó a casa a la hora de comer y le dije que había estado donde Carlos se alteró muchísimo y enseguida me intentó sonsacar si Carlos me había preguntado por él o algo similar. Su expresión no era la de un marido que teme que le fastidien una sorpresa, su expresión era una mezcla entre el miedo y la ansiedad. Así que preferí tener paciencia y ver que hacía y desgraciadamente su reacción no se hizo esperar. Se encerró en el despacho y llamó por teléfono a Carlos. No me hizo falta oír demasiado para percatarme de que la caja no era para mí. Fue entonces cuando la abrí y leí la tarjeta; “Con esta pulsera quiero decirte que jamás en mi vida he sido tan feliz como lo soy contigo. Ya falta menos para estar juntos. Te quiero. Enrique” − ¿Qué ocurrió entonces? − Que salió del despacho y me vio con la caja y la tarjeta en la mano. Al menos no intentó mentirme. Se limitó a decirme que lo sentía pero que hacía tiempo que lo nuestro estaba muerto y que aunque el no lo había buscado estas cosas pasan. Y por lo que se refiere a mentirte siento haberlo hecho pero reconocer públicamente que tu difunto marido te ponía los cuernos es… Ana se echó a llorar mientras que sus palabras se ahogaban en sus labios y su garganta. − Lo siento Ana, no te lo merecías. Y también siento hacerte pasar por esto ahora pero hay algo que debes saber… Le expliqué a Ana todo respecto a los números, al experto en numerología y a la combinación de la caja. Ana estaba completamente alucinada. − ¿No tienes ni idea de quién puede ser la otra? Le pregunté esperando averiguar algún dato que pudiese ayudarnos. − Ni idea María. Te juro por mis hijos que hasta la maldita pulsera no tuve ninguna duda de él. Y después con lo del accidente es como que preferí borrar aquella tarde de mi mente y hacer como que la pulsera era para mí. − Normal. En aquel instante sonó el timbre de la entrada. Miré el reloj extrañada. Era temprano para que fuera Alex. Entonces Ana exclamó: − Ya no me acordaba. Le dije a Carmen que hoy iba a estar en casa. Lleva un par de días insistiendo para que le diga cuando puede acercarse para llevarme los efectos personales que Enrique tenía en la oficina. Imagino que será ella. Ana se levantó y fue a abrir la puerta. Allí estaba Carmen con una caja entre los brazos que abultaba tanto como ella. − Hola Ana. ¡María!...no esperaba encontrarte aquí. − Hola Carmen. − Pasa y siéntate un rato con nosotras. ¿Quieres tomar algo? Le preguntó Ana mientras Carmen dejaba la caja sobre la mesa del salón. − Bueno, pero cinco minutos que hoy tengo muchas cosas por hacer en casa. En ese preciso instante, al dejar la caja, Carmen se incorporó dejando ver el collar que colgaba de su largo y esbelto cuello. Tenía la forma de un ocho o mejor aún, del símbolo de infinito. − Carmen, ese collar… − ¿Te gusta? Me lo regaló Enrique hace dos años por mi cumpleaños. Tu tío era muy generoso y detallista. Ana y yo nos miramos desconcertadas y sin saber que hacer. − ¿Qué pasa? Ni que hubiese pasado un ángel. ¿Qué he dicho? − Carmen,… ¿Si te pregunto algo muy personal serás sincera? Necesito que lo seas. Le dije a Carmen temiendo que negara todo. − ¿Sincera María? ¿Acaso te he mentido alguna vez? ¿Que está ocurriendo aquí? Ana se retiró a la cocina con el fin de que Carmen no se sintiera excesivamente violenta con su presencia. − Carmen, ¿Enrique y tú erais amantes verdad? − ¿Qué? ¿Cómo piensas…? − Carmen, sabemos que Enrique tenía una amante y hay otras cosas que voy a contarte que nos llevan directamente hacía ti. Te pido por favor que no me mientas porque sólo si sé la verdad podré descifrar el jeroglífico que dejó tras su muerte. − ¿Jeroglífico? ¿De qué coño estás hablando? Los siguientes minutos los pasé relatando nuevamente toda la historia. Carmen me miraba absorta, nerviosa y algo incrédula en un inicio pero cuando acabé de contarle todo una lágrima que no pudo contener rodó hasta la comisura de sus labios. − Lo siento Princesa, lo siento. Yo jamás pretendí romper ningún hogar, jamás quise hacer daño a nadie. ¿Ana? Ana por favor ven. Quiero que sepas que yo no quería hacerte daño, que siempre te he apreciado pero las cosas a veces pasan. Intenté dejarlo en un par de ocasiones pero no tuve fuerza. Lo siento tantísimo, yo… Carmen rompió a llorar desconsolada. En aquel instante Ana abrió la caja fuerte y en un acto de incomprensible bondad se acercó a Carmen y le dijo: − Esto era para ti. No podría ponérmela sabiendo que iba destinada a otra mujer. Entonces recordé que yo tenía todavía en mi poder la tarjeta que iba en el sobre. Abrí mi bolso y se la di a Ana. − ¿Cómo…? Preguntó Ana si entender cómo había ido la tarjeta a parar a mi bolso. − Es igual Ana, es una larga historia. Ana le dio la caja y la tarjeta a Carmen y mirándola a los ojos le dijo: − Quisiera odiarte, quizás así sería más fácil. Pero no soy capaz. Mi matrimonio hacia tiempo que no funcionaba y tampoco hice nada para solucionarlo. Y en cualquier caso si tengo que culpar a alguien lo culpo a él. Dos no se lían si uno no quiere y tu eres libre, el casado era él. Carmen leyó la tarjeta y abrió la caja. Nuevamente las lágrimas afloraron de sus ya enrojecidos ojos. − Gracias Ana. No sé si yo en tu misma situación hubiera actuado así. Lo cierto es que no sé que decirte. No te imaginas lo que esta nota significa para mí. − No digas nada. Sólo desaparece de mi vida. Lo único que deseo por mi bien y por el de mis hijos es olvidar cuanto antes este episodio y recordar a Enrique antes de enterarme de todo esto. − Comprendo. Ya me voy. Gracias Ana y nuevamente perdóname, lo siento de veras. Carmen se levantó y sin cruzar ni media palabra más abandonó la casa. − Tu comportamiento ha sido increíble. Le dije a Ana sin salir de mi asombro. − Hazme sólo un favor, no vuelvas a mencionar a Carmen ni nada de esto nunca más. No quiero que mis hijos sepan nada de esto. Es mejor así. Enrique ya no está y el daño está hecho. Removerlo no va a solucionarlo, sólo puede empeorar las cosas. − Lo prometo Ana. Miré el reloj y vi que era tarde. Alex debía estar al llegar. Me despedí de Ana y bajé a la entrada a esperarle. Era obvio que Ana quería estar sola. Salí a la calle para que me diese un poco el aire y miré calle abajo para ver si Alex llegaba. De pronto, un coche pasó por delante de la portería y para mi sorpresa algo llamó poderosamente mi atención. Su matrícula era B- 8888 –EN. Nuevamente el número ocho y esta vez acompañado de dos letras EN (Enrique). ¿Sería aquello una señal? Nueve años más tarde quiero pensar que aquello era un guiño. La forma más extraña en que alguien me ha dado jamás las gracias.

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