15 jun 2011 | By: Laura Falcó Lara

Voces del Más Allá

-Servicio de atención al cliente de Agifex. Le atiende Rosa. ¿En qué puedo ayudarle?

Al otro lado, un extraño silencio, algo así como un vacío inquietante, un silencio apabullante latía en el auricular.

-Agifex ¿Dígame? Insistió Rosa que ya pensaba en colgar.
-…Sigo aquí… Dijo una extra voz metálica y entrecortada que parecía sacada de una distorsión radiofónica, a juzgar por el ruido de fondo que la acompañaba.
-¿Perdón? Respondió Rosa creyendo haber oído mal.
-Sigo aquí….díselo a Max. Contestó aquella perturbadora voz.
-¿Max?...Oiga ¿qué quiere?, si es una broma no tiene gracia.

La llamada se cortó. Algo confusa Rosa colgó el auricular. Frunció el entrecejo en señal de desconcierto pero siguió con su trabajo. Atender el teléfono no era precisamente una labor demasiado creativa, sino más bien sumamente aburrida, eso cuando no llamaba algún cliente indignado y acababa faltándote al respeto. Mientras esperaba la siguiente llamada sacó la lima de las uñas de su bolso y aprovechó para retocar sus manos. A veces, los minutos perdidos entre llamada y llamada se hacían insufribles. Además, allí sola, las horas se hacían eternas. Miró por la ventana, estaba empezando a llover y el cielo lucía negro como el carbón. Entonces recordó la ropa que había dejado tendida en el jardín trasero de su casa.

-¡Otra vez! Exclamó asqueada. Cada día odiaba más el clima de Inglaterra. Acostumbrada al sol del sur de España, el clima sajón se le hacía insoportable. -¡Quién me mandaría casarme con un inglés!, ¡Cómo si no hubiesen españoles! Exclamó mientras pensaba en cómo iba a secar toda la ropa que a bien seguro estría empapada.

Ya era la hora, pensó. Como cada mañana sobre las once, Sir Percibal Greenwood entraría de un momento a otro por la puerta de la empresa. Hacía años que aquel hombre no madrugaba; no le hacía falta. Lo cierto es que la empresa funcionaba perfectamente ya sin él. Su hijo había ido asumiendo la dirección progresivamente y los negocios iban prácticamente solos. Entró acompañado de su chófer y ayudándose de aquel hermoso bastón de puño de plata y a mitad del recorrido, paró y mirando a Victoria exclamó:

-¿No ve usted que el piloto del teléfono está en rojo?

Victoria bajó la mirada sobresaltada ante su descuido.

-Lo siento, no he oído el timbre. Contestó algo contrariada. -Servicio de atención al cliente de Agifex. Le atiende Rosa. ¿En qué puedo ayudarle?
-…Percibal…Percibal…Dijo la misma voz inquietante que un rato antes afirmaba "seguir allí".
-Señor. Dijo Victoria con suma prudencia.- Creo que es para usted. ¿Se la paso a su despacho?
-¿Para mí? Contestó el hombre.-Deje, ya la cojo aquí mismo. Dijo tomando el auricular.- ¿Sí diga?, Aquí Sir Percibal Greenwood, ¿quién llama?

De pronto su rostro palideció, como si hubiese visto un fantasma. Su respiración aceleró el ritmo de forma dramática y aquel hombre cayó al suelo desplomado y sin conocimiento. Mientras el chofer trataba de reanimarlo, Victoria tomó el auricular y acercándoselo al oído preguntó:

-¿Hola?, ¿hay alguien ahí?
-Alguien,…alguien,…alguien. Dijo aquella voz metálica que parecía alejarse y perderse en el vacío.

La ambulancia no tardó en llegar y afortunadamente, lograron estabilizarlo aunque nadie le iba a quitar pasarse unos días ingresado.

-¿Qué fue exactamente lo que ocurrió? Preguntó el joven Greenwood al regresar del hospital.
-Fue una llamada de teléfono un tanto extraña. Contestó Victoria que aún se encontraba bajo la impresión de lo sucedido.
-¿Extraña?
-Verá, primero fue lo de “sigo aquí”
-¿Cómo?

Victoria respiró hondo y trató de explicar con claridad aquellas dos llamadas.

-¿Max? Preguntó Albert Greenwood sorprendido.
-Sí, en la primera llamada dijo “díselo a Max.”
-¡Max soy yo! Exclamó mientras se sentaba en el sofá de la entrada.
-¿Qué… cómo?
-Mi nombre completo es Albert Maximilian Greenwood, aunque ya nadie me llama así. Dijo en voz baja como si tan sólo se lo estuviese diciendo a si mismo.
-¿Qué quiere decir con ya? Preguntó Victoria
-Bien, no es nada. Vuelva al trabajo y gracias por la información. Contestó Albert algo nervioso.

Victoria se quedó pensativa. Algo en su interior le decía que aquella familia no era tan transparente como aparentaba. ¿Quién llamaba Max al señor Greenwood?, ¿Quién seguía aquí?, ¿Qué fue lo que hizo que Sir Percibal perdiese el conocimiento?

Pasaron los días y la normalidad parecía haber regresado a Agifex. Aquel lunes, por primera vez tras el accidente, Sir Percibal iba a regresar a la oficina. Se abrió la puerta y el bastón asomó la punta por el filo de la puerta.

-Buenos días Srta. Rodale. Saludo el hombre
-Buenos días Sir Percibal.

Entonces, intentando averiguar algo más sobre Albert añadió:

-Ha llamado su hijo, Max, diciendo que llegará tarde.
-¿M,M…Max? ¿Ha dicho usted Max?
-Disculpe, quería decir Albert Maximilian Greenwood.

El hombre clavó los ojos sobre ella como si tratara de penetrar en su mente. Victoria percibió el miedo y la desconfianza en aquella mirada.

-¿Quién le dijo que Albert se llama también Maximilian? Preguntó en tono cortante y seco.
-Bueno, el mismo, ayer. Contestó Victoria dándose cuenta que quizás había iniciado un camino de no retorno.

Nervioso, Sir Percibal tomó el ascensor sin ni tan siquiera despedirse.

Aquella misma tarde, sin ningún tipo de excusa o aclaración y tras casi quince años de servicios a la empresa, Victoria recibió una carta de despido. Ahora más que nunca, Victoria sintió verdadera curiosidad por aquellas llamadas y el verdadero motivo de su despido.

Los Greenwood eran una autentica institución en la región. Victoria recordó entonces la larga enfermedad que mantuvo a Sir Percibal recluido en casa durante algunos años. Ese fue el momento en que Albert y Roger, su hermano pequeño, empezaron a asumir el poder de la empresa. Luego, hacia tan sólo un año, cuando todo apuntaba a una completa recuperación pasó lo del viaje. Edwina, viendo que su marido estaba casi recuperado quiso organizar un viaje en pareja para celebrar su mejoría. Sin embargo, el destino quiso que ocurriese aquel fatal accidente durante su estancia en el extranjero; todo el condado se hizo eco de la noticia. Roger fue quien tuvo que desplazarse y ocuparse de todo el papeleo. El entierro de Edwina fue por mucho el más numeroso que Victoria recordaba haber visto en su vida. Desde entonces, Sir Percibal no había vuelto a ser el mismo. Como consecuencia de aquel accidente, sus piernas nunca volvieron a moverse con soltura y su carácter se agrió. Por su parte, Albert asumió el control de la empresa y Roger acabó por salirse del entramado empresarial y separarse de la familia. ¿Quién llamaría Max a Albert? Se preguntaba mientras recogía sus cosas de la mesa.

Nuevamente sonó el teléfono y Victoria pensó en no cogerlo pero un último atisbo de responsabilidad le hizo agarrar el auricular.

- Servicio de atención al cliente de Agifex. Le atiende Rosa. ¿En qué puedo ayudarle?
-Perci?…Percibal Greenwood? Dijo una voz extraña.
-Le paso. Dijo Victoria sin ni tan siquiera preguntar quién estaba al otro lado.

Todavía no había colgado su auricular cuando al otro lado se oyó parte de la conversación

-Sí, ¿diga?
-¡¡Asesino!!

Victoria dejó caer el teléfono sobre la mesa y retrocedió asustada. ¿Qué es lo que estaba pasando? ¿Quién era realmente el artífice de aquellas macabras llamadas? Volvió lentamente a tomar el teléfono en sus manos y lo acercó a su oído; allí ya no había nadie. Pensativa, Victoria se sentó unos instantes en su silla. ¿A quién había asesinado el viejo Greenwood?, ¿Quién llamaba tan insistentemente? Sólo había una persona que quizás pudiese responder a todas aquellas preguntas y ese era Roger Greenwood; el hermano desaparecido.

Tras casi tres semanas de seguir pistas infructuosas, Victoria creía saber dónde podía encontrar a Roger. Una de las muchachas de "la Sala Celeste" afirmaba haber estado con él la noche del martes. Según la chica, Roger la llevó a su casa o mejor dicho, a la roulotte en la que vivía a las afueras de la ciudad. Era de todos conocido que tras su salida de la empresa familiar el estado financiero de Roger no era precisamente bueno.

-Así que era su madre la que solía llamar Max al señor Albert.
-Sí, a mamá nunca le gustó el nombre de Albert, fue una imposición de papá para contentar al abuelo.
-Y… ¿quién cree que se pudo beneficiar de la muerte de su madre?
-¿Beneficiar?
-Bueno, quizás no he hecho la pregunta adecuada. El tema es… ¿alguien ganó algo tras la trágica muerte?

Roger la miró desconcertado. Jamás había mirado la muerte de su madre desde esa óptica. De pronto, la expresión de su rostro tomó un cariz distinto, como de preocupación.

-Bien, la empresa era de mi madre, de su familia. Al morir pasó todo a mi padre. De hecho, tanto Albert como yo renunciamos a la legítima por él. Creímos que eso era lo que hubiese querido ella. Pero… ¿cuál es su interés en todo esto?

Victoria decidió entonces contarle a Roger la historia completa.

-¿Quién estará haciendo esas llamadas? Preguntó Roger
-Sea quien sea sabe algo que inquieta a más de uno.
-Eso parece. Contestó con cara de preocupación.
-Por qué… ¿sabe si su padre ha hecho testamento?

Roger frunció el ceño sorprendido nuevamente por el camino que aquella conversación estaba tomando.

-¿Qué tiene que ver eso…?
-Mucho. Imagine por un instante que o su padre, o su hermano planearon el accidente de su madre esperando heredar.
-¡Dios! ¿Cómo quiere que piense eso?
-Porque hay alguien que sí lo piensa.
-Ya veo. Bien, a corto plazo el beneficiado es mi padre pero a largo plazo y más teniendo en cuenta la relación que tienen y que el que sigue en la empresa es él, sería Albert, mi hermano.

De pronto la puerta de la caravana se abrió de par en par y tras ella Albert exclamó:

-¿Cómo pudisteis matarla?
-¿Matar a quién? Preguntó Roger mientras Victoria asustada permanecía en una de las esquinas.
-¡A mamá! Exclamó Albert fuera de sí.
-¿Por qué iba a hacer semejante tontería?
-Porque tanto tú como papá sabíais que el viaje era sólo una excusa para dejar a papá. Ambos sabíais que estaba harta de ambos, de vuestro poco interés por los negocios y que quería cambiar su testamento en mi favor.
-¿Acaso te dijo ella eso? Contestó Roger en tono irónico.

Hubo un silencio tenso tras el cual Albert contestó:

-Sí. Bueno, no exactamente…
-Jajajajja. ¿Acaso crees que alguien te va a creer? Mi hermano habla con los muertos… jajajaja.
-Quizás eso no lo crea nadie, pero hay algo con lo que no has contado.
-¿Con qué? Respondió Roger en tono desafiante.
-Con que los muertos pueden aportar información y por tanto pruebas.
-¿Pruebas?, ¿De qué coño hablas?
-¿Sabes que mamá había redactado ya un nuevo testamento?, ¿Sabes que temía por su vida y dejó un documento dónde explicaba esos miedos?
-¿Cómo? Dijo Roger bastante nervioso.-Fue papá, él lo preparó todo. Contestó tratando de defenderse.
-Gracias Roger. Dijo Albert sacando una grabadora del bolsillo. –Ahora sí que tengo pruebas.

-Creo que le debo una explicación lógica. Dijo Albert a Victoria mientras tomaban un café en el bar de la plaza.- Desde el primer instante sospeché de ambos, pero no podía demostrar nada. La policía, a falta de pruebas, cerró el caso y necesitaba un detonante para reabrirlo. La marcha de Roger de la empresa era tan sólo parte del plan; tenían que disipar cualquier duda razonable.
-¿Detonante? Preguntó Victoria desconcertada.
-Sí, contraté una actriz para que hiciera las llamadas y conté con su inestimable ayuda. Sabía que mi padre se podría nervioso y que usted haría el resto. Era sólo cuestión de tiempo que acabase hablando con Roger.
- Así que ¿nunca hubo fantasma?
-No. Pero que usted y mi padre lo creyeran fue la clave del éxito.
-¿Y mi despido?
-Está usted más que readmitida, incluso con un merecido aumento de sueldo; de hecho jamás se llegó a tramitar ningún papel.


La investigación por la muerte de Edwina fue reabierta y Roger y Sir Percibal fueron detenidos y encarcelados.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Me gusta mucho la forma en que tus relatos dan giros imprevistos. Gracias por compartirlos

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