12 abr 2011 | By: Laura Falcó Lara

La mujer del espigón


Debían ser las cinco de la tarde cuando Tim decidió dar un paseo por el puerto antes de regresar a casa. A diferencia del invierno, húmedo e inhóspito, la primavera invitaba a salir a la calle y a sentarse a tomar algo en una de las terrazas del paseo marítimo. Aquella tarde, el paseo estaba especialmente tranquilo. A lo lejos, sentada sobre el espigón, Tim creyó ver a una joven. Había algo distinto en ella, algo que la hacia sobresalir sobre el resto de personas. Desde la distancia, Tim la miró nuevamente sin poder apartar sus ojos de aquel hermoso rostro. Sus rubios cabellos ondeaban suavemente mecidos por la brisa del mar. A lo lejos un suave canto, un murmuro apenas perceptible arropaba y embriagaba sus oídos. Mientras, la joven parecía ausente, como mirando al infinito en busca de respuestas, como si la vida pasase a su lado sin llamar su atención. Caminó lentamente hacia ella deseoso de conocerla. No había tantas mujeres bonitas en el pueblo como para dejar pasar una oportunidad. No quería asustarla, pero pese a su enorme timidez, Tim sabía que no podía dejarla escapar sin intentar al menos hablar con ella. De pronto, sus miradas se cruzaron y un atisbo de miedo la hizo palidecer. Sin darle apenas tiempo a llegar a donde ella estaba, la chica desapareció como por arte de magia. Tim corrió con todas sus fuerzas creyendo que quizás habría caído al mar. Miró a ambos lados, pero ni rastro de la joven. Nervioso, temiendo que la resaca se la llevase mar adentro, Tim descendió por las rocas hasta el mismo mar. Recorrió con la vista cada centímetro de la costa sin hallar absolutamente nada. Allí no había nadie. Cerca, a unos pocos metros, sentado sobre las rocas un pescador, al que le faltaba una pierna, le observaba con atención. Sin dudarlo, Tim se acercó al hombre y le preguntó si había visto a la joven. Para su sorpresa el hombre de voz ronca y cansina le contestó:


-Es usted la primera persona que he visto en toda la tarde. Confuso, Tim decidió regresar a su casa.

Llegó a casa desconcertado, abatido. La incerteza sobre el destino de la joven no le dejaba descansar. Pasó la noche en vela, dando vueltas en la cama. El recuerdo de aquel rostro no le permitía conciliar el sueño. Estaba tan seguro de haberla visto, que la única explicación que podía encontrar era que la joven se hubiese ahogado en el mar. Pero de haber sido así, aquel hombre tendría que haberla visto. ¿Cómo pudo desaparecer de aquel modo? Se preguntaba mientras las horas avanzaban lentamente en el reloj.

Al día siguiente, la imagen de ella seguía impresa en su memoria. Por la tarde, tras salir de trabajar, Tim volvió al espigón. A diferencia del día anterior la lluvia amenazaba con hacer acto de presencia y el viento azotaba el litoral con brío. Las oscuras nubes apenas dejaban entrever los rayos del sol haciendo la tarde sumamente desapacible. Tras dar un breve paseo por la costa, Tim se sentó en el mismo lugar donde había visto a la joven el día anterior. El mar embravecido golpeaba con fuerza las rocas salpicando de vez en cuando su rostro. Hacía frío y estaba empezando a oscurecer pero algo mágico e inexplicable no le dejaba abandonar el lugar. Algo parecido a un sentimiento de culpa le hacia sentirse especialmente mal. Miró con resignación al horizonte. Quizás todo fuese fruto de su imaginación, pensó. Sin embargo, en sus adentros algo le decía que aquella mujer era real. Fue entonces cuando un susurro, un sutil y casi inaudible murmuro se coló en su oído. Poco a poco aquella especie de melodía fue dejándose oír con más fuerza, con mayor intensidad. Imbuido por aquel sonido Tim sintió unas ganas irreprimibles de levantarse y descender por las rocas hasta el mar. Allí estaba, sentada justo en el borde del agua, con sus piernas sumergidas. Tim se acercó rápidamente temiendo que volviese a desaparecer. A medida que descendía por las rocas la música se tornaba más absorbente, casi ensordecedora. En ese instante ella se giró y empezó a tararear aquella hermosa melodía. Sus ojos parecían el reflejo de las cristalinas aguas, sus cabellos espigas de trigo maduro acariciadas por el viento. Tim se puso de cuclillas junto a ella y levantó su mano tratando de acariciar su bello rostro cuando desde el espigón, la voz del viejo pescador le alertó:

-¡No escuches su canto!, ¡No la mires ni la toques!

Tim desconcertado por aquel aviso se incorporó y miró tras de si.

-¿Es que no ves lo que es? Preguntó el hombre mientras descendía ayudado por una muleta hacia él.
-No entiendo. Contestó Tim que empezaba a sentirse extrañamente mareado.
-¡Tápate los oídos y mírala!

Sin acabar de entender qué estaba ocurriendo Tim puso sus manos sobre sus oídos y la miró.

-¡Dios santos! Exclamó mientras retrocedía de un salto espantado por la visión.

La hermosa mujer se había convertido en un horrible monstruo de rostro deforme y serpientes por cabellos. Al verse descubierta, la mujer se lanzó al agua y desapareció.

-¡Es una sirena! Dijo el pescador
-¿Una qué…?
-Una sirena. Embrujan a los hombres con su canto para que las vean bellas y así seducirlos y llevarlos hasta el mar. Luego, los devoran.
-Pero... ¿Cómo sabía usted…?

Entonces el hombre bajó con tristeza la mirada hacia su pierna ausente y contestó:

-Porque hace años, navegando en alta mar, me dejé seducir por una y casi me cuesta la vida.

5 comentarios:

Cristina dijo...

Un relato preciosos e intrigante, y con un final sorprendente. Me ha gustado. Un saludo

Laura Falcó Lara dijo...

Gracias SqS. Un abrazo

Fernanda dijo...

muy buen relato, hace dias que esperaba uno nuevo :-) este me encanto saludos!

Anónimo dijo...

Es la primera vez que llego a este blog y éste es el primer relato que leo. Muy bueno. Felicitacionbes

Laura Falcó Lara dijo...

Gracias Alejandro. Espero que este sea el primero de varios comentarios.
Un abrazo

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