27 may 2009 | By: Laura Falcó Lara

Paisaje con niño

Miró el cuadro una y otra vez. Era francamente hermoso. Las tonalidades verdes del campo mezcladas tan sutilmente con los rojizos de las flores, generaban una amalgama de colores que le transmitían una gran paz. En un lado, un chiquillo de negros cabellos sentado sobre la pradera le miraba fijamente con ojos de pícaro.

- Definitivamente me lo llevo. Dijo Rebeca complacida con su decisión.
- Es una buena compra, créame. Contestó Adolfo, el propietario de la galería.

A la mañana siguiente, los transportistas de la galería le llevaron el cuadro a Rebeca.

- Un poco más a la derecha. Matizó Rebeca mientras los dos hombres colgaban el cuadro de la pared del salón.

Cuando los dos hombres se fueron Rebeca se sentó en el sofá a contemplar su nueva adquisición. Era realmente precioso e iluminaba de sobremanera la estancia aportándole colorido al salón. Fue entonces cuando se dio cuenta de una pequeña curiosidad. Aquel chiquillo parecía perseguirla con la mirada por toda la estancia. El pintor, al igual que hizo Leonardo con la Gioconda, había conseguido darle ese extraño efecto a la mirada del personaje retratado. Eso, pensó, todavía le daba mayor valor a aquel magnífico cuadro.
Durante aquella semana Rebeca disfrutó mostrando a sus amigos aquella fantástica adquisición. Se sentía orgullosa de su compra.

- ¿Verdad que es precioso?
- Lo cierto es que has tenido un gran gusto. Contentó Nerea
- A mí, lo que más me gusta es la forma tan detallada en que el artista ha pintado la mano del chiquillo apoyada sobre la hierba. Comentó Pol.
- ¿Sobre la hierba? Preguntó Rebeca girando la cabeza bruscamente para ver el cuadro

Aquello no era posible. Rebeca estaba segura que cuando compró el cuadro el chiquillo tenía la mano apoyada sobre la pierna derecha.

- Sí, sobre la hierba. ¿Rebeca estás bien? Preguntó Pol viendo la cara desencajada de su amiga.
- Sí, sí. Solo que... yo habría jurado...
- ¿Qué ocurre? Increpó Nerea.
- Nada, nada. Contestó ella pensando que habrían sido imaginaciones suyas.

Pasaron los días y Rebeca dejó de prestar la misma atención a aquella obra de arte. Ya no pasaba largos ratos admirándola. Pero aquella noche algo iba a llamar su atención.

Llegó a casa como cada día, sobre las ocho y cuatro. Cerró la puerta, dejó las cosas en su cuatro, fue a la cocina a prepararse algo de cenar y finalmente se sentó en el salón frente al televisor mientras comía algo. Estaba tan a gusto escuchando las noticias cuando le pareció oír la risa de un niño al final del pasillo. De pronto, creyó ver una sombra tras de sí por el rabillo del ojo. Giró su cabeza en seco, pero tras de si no parecía haber nadie. Entonces, cogió el plato vacío y se dirigió a la cocina a por el postre. Cuando estaba sacando un yogurt de la nevera, oyó nuevamente un ruido extraño. Parecía como un balón rebotando sobre el parquet del salón. Rebeca inquieta y algo asustada asomó su cabeza fuera de cocina pero nuevamente allí no había nadie. Extrañada, cogió su yogurt y se dirigió al salón pero, en ese instante sus ojos se detuvieron por un segundo sobre el lienzo. Horrorizada se acercó rápidamente hacia el cuadro. Lo que sus ojos estaban viendo no podía ser verdad. El chiquillo del cuadro había desaparecido. Rebeca pasó su mano suavemente sobre el lienzo tratando de encontrar una explicación; pero por más que se esforzaba no podía encontrarle sentido. Desconcertada, tomó el teléfono entre sus manos y llamó al propietario de la galería donde había comprado aquel cuadro. El teléfono no daba señal alguna. Era como si aquel número no existiera. Miró su reloj y viendo la hora que era, asumió que era normal que nadie contestase.

- Llamaré mañana, pensó.

Por la mañana, tan sólo levantarse Rebeca fue al salón. Se acercó lentamente y no sin un cierto coraje al cuadro. Para su sorpresa el chiquillo volvía a estar en él, sólo que esta vez en vez de estar sentado, estaba de pie.

- ¿Cómo es posible? Se preguntaba Rebeca para sus adentros.

Sin pensarlo dos veces, Rebeca cogió su coche y se fue directa a la galería de arte. Al entrar, el propietario la miró con ojos abatidos. Parecía como si estuviese esperando su visita.

- A vuelto a ocurrir... Dijo apesadumbrado
- ¿Qué? Exclamó Rebeca desconcertada
- El niño del cuadro a vuelto a salir de él. ¿Cierto?
- Pero,... ¿usted lo sabía?
- Pensé que si cambiaba de manos igual...
- No entiendo nada.
- Lo siento. No debí venderle el cuadro.
- ¿Qué le ocurre a ese cuadro? Creo que merezco una explicación.
- Ese cuadro está maldito.
- ¿Maldito?
- Durante mucho tiempo me obsesioné con él. Traté por todos los medios de averiguar su procedencia, su historia... pero me fue imposible. No existen registros sobre él.
- ¿Y usted a quién se lo compró?
- Un joven heredero de Escocia. Su abuela acababa de morir y le había legado todos sus bienes entre los cuales se hallaba el cuadro.
- ¿Y ha vuelto a contactar con él?
- Cuando lo intenté, averigüé que el joven había muerto en extrañas circunstancias. Nadie supo decirme nada acerca del cuadro.
- Tiene que haber una explicación lógica para esto.
- La explicación la conozco aunque de lógica... poco.
- ¿Y cuál es?
- Se supone que, según pude leer en viejos escritos de magia, el alma de ese crío está atrapada en ese cuadro. Cada noche el niño cobra vida propia y al amanecer regresa al cuadro.
- Increíble.
- Por supuesto que es increíble, pero real.
- ¿Y no hay una forma de romper ese hechizo?
- Teóricamente sí.
- ¿Cuál?
- Quemar el cuadro mientras el niño esté en él. Pero yo no fui capaz. Quemar semejante obra de arte me pareció una atrocidad. Además, se supone que al quemarlo estaría volviendo a matar a esa criatura.
- ¿Cómo?
- ¿Se imagina estar quemando el cuadro sabiendo que estás matando a un niño?
- Pero, si es sólo un dibujo.
- No. Según los tratados de magia no es sólo un dibujo. Cuando quemásemos el cuadro, estaríamos irremediablemente quemando al crío. ¿Se imagina oír sus lamentos? Yo no podría soportarlo. Por eso decidí deshacerme del cuadro.
- ¿Y qué ocurriría si quemásemos el cuadro de noche, cuando el niño no está en él?
- ¡Jamás pensé en esa alternativa! No lo sé. Dijo aquel hombre pensativo.
- ¿Qué decían los libros a cerca del ritual para quemarlo?
- Tan sólo que para romper el embrujo habría que quemar el cuadro cuando el niño estuviera en él.
- Es posible que si quemamos el cuadro sin el niño, destruyamos su guarida. Es decir, ¿qué ocurriría con él al salir el sol?

Pasaron las siguientes semanas consultando antiguos tratados de magia, pero en ninguno de ellos encontraban nada que les diera la solución. La única solución era arriesgarse a quemar el cuadro sin el crío dentro y esperar a la luz del sol. Mientras tanto, encerraron el cuadro solo en la cámara acorazada de la galería.

Aquella noche Rebeca estaba especialmente nerviosa y cuando llegó a la puerta de la galería, su corazón se aceleró. Ya era la hora. Adolfo abrió la puerta y miró fijamente a Rebeca.

- ¿Y si donamos el cuadro a un museo y nos olvidamos? Preguntó Adolfo
- No creo que pudiese olvidarme. ¿No te da pena el crío?
- Mucha, pero tampoco tengo claro que lo que vamos a hacer sea de ayuda.
- De un modo u otro al menos liberaremos al chico ¿no?
- Supongo.
- Entonces no hay nada más que hablar.

Ambos se sentaron en el sofá de la sala y esperaron pacientemente a que llegase la hora. Aquello de las diez de la noche la imagen del niño empezó a moverse.

- ¡Dios! Exclamó Rebeca asustada
- Claro... tu no le has visto nunca salir del cuadro.
- No, tan sólo oí sus risas.
- Tranquila, ni tan siquiera nos va a ver.

Al cabo de unos instantes el niño saltó del lienzo cobrando vida propia. Rebeca miraba impresionada. El niño, tal y como había dicho Adolfo, ni se inmutó por su presencia; simplemente se limitó a corretear de un lado a otro de la sala. Entonces, Adolfo incorporándose se acercó al viejo lienzo y prendiendo una cerilla, lo hizo arder.

- ¡Adolfo mira! Exclamó Rebeca señalando al niño que se hallaba al otro lado de la sala.
- Esto no es posible... Titubeó Adolfo
- Si no lo veo, no lo creo. Dijo Rebeca en estado de shock.

Ante ellos, como si de una aparición se tratase, aquella criatura traslúcida fue tornándose corpórea. Cuando el cuadro acabó de arder, ambos pudieron observar como un niño de carne y hueso se les acercaba y, con ojos llorosos y la voz entrecortada, les decía:

- ¿Dónde estoy?, ¿Qué hago aquí?, ¿Quién va a cuidar ahora de mí?

Sin dudarlo, Rebeca lo tomó entre sus brazos y emocionada, haciendo alarde de un instinto maternal hasta aquel momento desconocido para ella, contestó:

- Yo cuidaré de ti, mi amor.

3 comentarios:

José Moya dijo...

Espléndido, pero... si yo fuera la protagonista, buscaría un 666 tatuado bajo el pelo del niño... sólo por si acaso, claro...

Anónimo dijo...

le relato me facino!

PauuLa..❤ dijo...

jajaja josemoya tu comeent me dio risaa jaja

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