12 may 2011 | By: Laura Falcó Lara

La mujer de ojos tristes

Le veía cada mañana sentado en el banco del andén leyendo la prensa. Desde hacía varios meses Ana le observaba atentamente. Era un hombre alto, esbelto, elegante y sobre todo, tremendamente atractivo. Sus canas se dibujaban en sus sienes con sutileza, difuminándose entre su cabello negro azabache, dándole un toque de distinción. A juzgar por sus atuendos y por el exclusivo reloj que llevaba, debía ganarse muy bien la vida. Absorto, apenas levantaba la vista del diario hasta que el tren estaba a punto de partir. Entonces, se levantaba y sin apenas mirar a su alrededor, se dirigía a su vagón. Sí, a su vagón, porque cada mañana tomaba exactamente el mismo. A su lado, aquella mujer delgada de largos cabellos castaños, gafas negras de pasta y traje chaqueta, repasaba como cada mañana algún que otro informe. Luego, al rato, sacaba su teléfono del bolsillo y anotaba de forma casi frenética todo tipo de cosas.
Un poco más lejos, el pequeño pelirrojo y su madre esperaban como siempre impacientes a que se abriesen las puertas del tren. Mientras ella le sujetaba la cartera, el crío saltaba y correteaba de un lado a otro del andén para no aburrirse. Junto a ellos, aquella joven pareja de enamorados que se comían a besos apoyados, discretamente, en una columna tratando de no llamar demasiado la atención. Al otro lado, estaba su vecino, el bueno del abuelo Damián, que con sus años todavía se levantaba cada mañana para abrir el quiosco de la plaza del centro y aquel grupito de estudiantes imberbes que pasaban casi todo el trayecto escuchando música a todo volumen con sus auriculares. Ana no podía evitar pensar que tarde o temprano sus oídos se resentirían. También estaba aquella silenciosa pareja de rasgos asiáticos, las dos cotorras que desde primera hora no paraban de hablar, el hombre de mediana edad que pasaba todo el trayecto mirando por la ventana el paisaje, o dormitando con aquel dulce vaivén, el joven rubio con la cara repleta de acné y la chica de la trenza, que siempre iba leyendo algún que otro libro. Eran como una pequeña familia, casi todos se conocían al menos de vista. Al ser la primera estación de todo el recorrido, la mayoría de ellos solía sentarse casi siempre en el mismo vagón, en el mismo asiento. Era como un ritual. Cuando alguna vez alguien desconocido tomaba el tren, quien más o quien menos, lo inspeccionaba de arriba a bajo, como si de un intruso se tratase.

Sin embargo, de todos ellos, había alguien que llamaba poderosamente su atención; la mujer de los ojos tristes. Ana la había bautizado así tras observarla en varias ocasiones. Sentada siempre al final de su vagón, con la mirada perdida en algún punto del paisaje, aquella delicada mujer de ojos azul cielo, parecía sentirse completamente vacía, abatida, exhausta. A veces, Ana había sentido la tentación de sentarse a su lado y hablar con ella pero luego, su propia timidez la había hecho desistir de tal hazaña. Igual no deseaba tener compañía y ella, con la mejor de sus intenciones, le arruinaba el trayecto. Llevaba tanto tiempo viéndola y compartiendo aquel vagón, que era como si fuese alguien conocido y Ana no podía evitar preocuparse por ella.

Una mañana, Ana se percató de que la pobre mujer estaba llorando desconsoladamente y sin poder casi evitarlo, se acercó hasta donde estaba. Quería ayudarla, ofrecerle su hombro, pero cuando hizo un amago por acercarse todavía más, la mujer secó sus lágrimas, avergonzada y desvió la mirada tratando de evitar todo tipo de contacto visual. Aquella no había sido una buena idea, pensó. ¿Quién era ella para inmiscuirse en los problemas de los demás? ¿Quién le había dado vela en aquel entierro? Entonces, tras unos instantes, aquella mujer de níveos y rizados cabellos miró a Ana y con un sutil movimiento de su cabeza, le indicó que se acercara. Ana sorprendida, se sentó junto a ella.

-Siento si la he molestado, yo no quería, no pretendía molestarla. Dijo Ana tratando de justificar el motivo de su intromisión.
-No pasa nada, tranquila. Contestó la mujer agarrándola de la mano. ¿Sabes cuántos años hace que tomo este viejo tren? Le preguntó la anciana.
-No.
-Casi toda mi vida. Contestó ella sonriendo. Empecé de niña, cuando acompañaba a mi padre a la fábrica y luego, de mayor, seguí cogiéndolo para ir a trabajar como costurera en el centro de la ciudad.
-Me llamo Ana.
-Y yo Soledad. Contestó la mujer.
- Si no quiere no tiene por que contestarme pero... ¿Puedo preguntarle porqué lloraba? Preguntó Ana no sin miedo a la respuesta.

La mujer la miró fijamente con los ojos aún humedecidos y tras un profundo suspiro le contestó.

-Conocí a mi marido en este tren, hace hoy exactamente cincuenta y seis años. Para mi es un día muy especial.

Ana abrió los ojos de par en par dispuesta a escuchar lo que aparentaba ser un hermosa historia.

-Cada mañana, cuando subía al tren, un joven moreno y muy guapo me miraba desde el otro extremo del vagón, sin atreverse a decirme nada. Un día, harta de tanta indecisión, dejé caer mi pañuelo frente a él para que tuviese que dármelo. Así fue como supe que se llamaba Daniel. A la semana siguiente, me pido para salir.
-¡Que historia más bonita! Exclamó Ana
-Fue también en este mismo vagón en que el 18 de septiembre de 1954, un par de meses después de conocernos, me pidió la mano. Lo recuerdo como si fuese ayer. Llegó con un hermoso ramo de rosas rojas y una cajita en la otra mano. Se arrodilló y me dio el anillo. ¡Me puse tan colorada! Todo el mundo nos miraba. Supe que era él desde el mismo día en que le conocí.
-¡Que romántico! Exclamó Ana encantada con aquella historia.
-Con el pasé los mejores cincuenta y un años de mi vida, hasta que hace cinco me dejó. Desde entonces, cada mañana cojo este tren y dejo que mis recuerdos hagan el resto. Es aquí donde me siento más cerca de él. Le echo tanto de menos. Ojalá que Dios tenga a bien mandarme pronto junto a él. Apuntó la anciana.

Pasaron los días y a Ana, que aún seguía emocionada con la historia de Soledad, se propuso verla feliz, aunque fuese tan sólo por un día. Con ese fin, se pasó varias mañanas hablando con otros de los muchos pasajeros de aquel tren.

Aquella mañana, como siempre Soledad llegó al andén y en cuanto abrieron las puertas, se acomodó en su vagón. Era 18 de septiembre y Ana sabía perfectamente que hoy iba a ser para ella un día triste y muy especial. De pronto, para su sorpresa el vagón empezó a llenarse de hombres que, como hizo Daniel hacía cincuenta y seis años, le llevaban un ramo de rosas rojas. Abrumada pero feliz, Soledad rompió a llorar llena de emoción. Aquel iba a ser el mejor día que recordaba desde que Daniel la dejó. Entonces, el joven y atractivo ejecutivo de pelo canoso se acercó hasta Ana y sosteniendo todavía el ramo de rosas rojas en su mano le dijo:

-¿Te importa si en vez de regalárselas a Soledad te las regalo a ti?

Sorprendida y sintiendo que sus mejillas se sonrojaban por momentos, Ana le miró fijamente a los ojos, e igual que le pasó hacía cincuenta y seis años a Soledad, Ana supo que aquel hombre, iba a ser “él”.

6 comentarios:

Jose dijo...

Siempre es agradable leer tus relatos.
Muchas gracias, Laura.

P.D. ¿De dónde sacas el tiempo?

Laura Falcó Lara dijo...

Gracias Jose. Los escribo a ratos sueltos; por la noche al llegar a casa, el fin de semana....

Lisbeth dijo...

Hola Laura, me tomé el atrevimiento de agregarte para seguir tu blog, lei en tu perfil que sos editora, y en un arrojo de mi parte, porsupuesto si tienes tiempo tambien, me gustaria pedirte, que te des una vuelta por mi blog y leas algunos de mis escritos, para que me des tu opinion de si tengo posibilidades de llevarlos con un editor, estos son algunos, tengo mas, queria juntar varios para hacer un libro de cuentos y relatos cortos.
Desde ya muchas gracias por tu tiempo y ademas dsifruto mucho de tus cuentos. Elisabet.

Navegante dijo...

Muy bella tu historia, extremadamente sensible.
Me gustó leerla no solo desde mi lado de lector, si no particularmente desde mi lado masculino, es fantástico poder apreciar ciertos detalles que a un hombre jamás se le ocurriría mostrar.
Te dejo un beso desde ultramar.

Laura Falcó Lara dijo...

Gracias navegante ;-)

Peter Mathius dijo...

Una História muy bella y Emocionante, "Preciosa" Láura, me encantó :D

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