Jorge
Jesús Velasco había llegado lejos, mucho más de lo que nunca habría soñado. De
niño, harto de la pobreza que le envolvía en Chiapas, México, se prometió que
él iba a ser alguien importante. Al principio fue muy duro, hubo que hacer
muchos sacrificios, pero valió la pena. Tumbado sobre la mesa de aquel frío
quirófano, a punto de ser operado, Jorge Jesús repasó su vida. Quizás, la parte
más difícil fue renunciar a sus orígenes, a su familia. En aquel mundo no había
lugar para parientes pobres, ni para miserias. Tardó sólo dos meses en crearse
una nueva vida, al personaje perfecto. Hijo de una supuesta familia aposentada,
con los mejores estudios y con un curríclum impecable, Jorge Jesús podía
codearse con los directivos más reconocidos, con las personas más influyentes
del país. Sólo alguien así podía ascender a lo más alto.
El médico
y el anestesista entraron en el quirófano. Las heridas eran graves y el dolor insoportable.
Si no hubiese cogido aquella llamada mientras conducía no habría perdido el
control. Mientras se preparaban para operar, Jorge siguió sumergido en sus
pensamientos. Recordó entonces a Guadalupe. Nunca antes había sentido algo así
por una mujer, pero su pasado la hacía inadecuada. Guadalupe venía de una
familia muy humilde. De joven se quedó embarazada y decidió tener al pequeño;
aunque sola. Sin estudios, se vio abocada a ganarse la vida de cualquier forma
y terminó en la prostitución. Cuando él la conoció, ya no se dedicaba a eso;
estaba de camarera, pero, aquel pasado, pesaba sobre él como una losa. No podía
permitir que le relacionasen con alguien así. Recordó con tristeza la
despedida, sabía que no iba a volver a amar de ese modo a nadie. También recordó a su
madre; aquella que se desvivió por él fregando suelos y al entierro de la cual
ni tan siquiera fue. Se había convertido en un hombre duro, impermeable a los
sentimientos, impasible ante el dolor ajeno. No recordaba en qué momento de su
existencia perdió la capacidad de querer.
El
anestesista le miró un instante y acercó la mascarilla a su rostro; sintió como
perdía el conocimiento. El médico se acercó a la camilla bisturí en mano,
dispuesto a intervenir.
Tenía
calor, mucho calor. Sintió que su piel casi ardía. Al fondo, no muy lejos, se
oían lamentos, lloros, quejidos, súplicas. Abrió los ojos lentamente, sin
entender qué era lo que estaba pasando. Alrededor tan sólo había llamas y
oscuridad. ¿Se estaría quemando el edificio?, pensó asustado. Se incorporó
dispuesto a huir. A su paso, en el suelo, había gente herida, despedazada,
sangre y vísceras. Era como si el hospital se hubiese convertido en un
campo de batalla.
-
¿Dónde estará la
salida? -Se dijo tratando de escapar de aquella escena apocalíptica.
Aquellos
seres, más despojos que humanos, se arrastraban buscando ayuda. Parecían haber
sido destripados como si de animales se tratase. El sonido del dolor perforaba
sus oídos casi hasta volverle loco. Entonces, empezó a sentirse muy mal. Era un
tipo de dolor distinto, diferente a ninguno conocido. Era como si en su
interior algo arañase sus entrañas. Sintió como si una bestia le estuviera
mordiendo por dentro, despedazándole. Chilló con todas sus fuerzas mientras se
replegaba tratando de contener aquel tormento inhumano. Mientras, su piel,
parecía agrietarse, deshacerse, fundirse lentamente dejando entrever su cuerpo
descarnado. Se estaba quemando vivo.
-
Doctor, parece que le
estamos perdiendo. - Oyó en la lejanía.
-
¿Se estaría muriendo?
- Se preguntó asustado.
-
Doctor, el paciente no
responde. -Volvió a oír.
-
¡Un miligramo de
Atropina, rápido! - Respondió el doctor
¿Acaso
era aquello lo que había después de la vida? ¿Y aquellas historias de pasillos
repletos de luz, de sensaciones de bienestar y paz?, ¿Dónde estaba Dios ahora?
Miró a su alrededor buscando respuestas. ¿Acaso Dios se había olvidado de él? De
pronto sintió como que algo, o alguien, tirase fuertemente de él, como si un
golpe seco sacudiese su pecho haciéndole reaccionar y salir de aquella
pesadilla.
Abrió
nuevamente los ojos y miró asustado a su alrededor. Las blancas y desnudas
paredes de la habitación del hospital rodeaban su cama. Todo había sido una
pesadilla, pensó. Poco a poco recuperó la tranquilidad. Pasaron algunos
instantes antes de que entrarse el doctor.
- Ha estado usted muy cerca de no contarlo. - Dijo este
sólo entrar.
- ¿Me inyectaron Atropina? - Preguntó
el algo intranquilo.
- Sí…- dijo el doctor sorprendido. - ¿Acaso…lo pudo oír?
- Sí…- dijo el doctor sorprendido. - ¿Acaso…lo pudo oír?
- Creo que sí. - Respondió
Jorge Jesús que aún no tenía demasiado claro lo ocurrido.
- ¿Qué más vio? - Preguntó el doctor fascinado - ¿Vio la
famosa luz?
- ¿La luz? - Respondió él
todavía angustiado. - Lo que vi fue horrible. Todo estaba en llamas, repleto de
dolor, oscuridad…
El doctor
lo miró en silencio, sin ningún gesto de sorpresa, como si ya supiese lo que le
iba a contar.
- Estoy convencido de que todo
fue fruto de la anestesia. - Añadió Jorge Jesús con aquel tono autosuficiente
que le caracterizaba.
- O quizás sea lo que le
espera a las personas despreciables y mezquinas como usted. -Dijo el doctor
saliendo de la habitación con un brillo casi diabólico en sus ojos.
Ofendido,
Jorge Jesús, se arrancó el gota a gota y salió de la cama decidido a quejarse a
la dirección del centro cuando otro hombre, ataviado de doctor, entró en la
habitación.
- ¿Se puede saber a dónde va? Acaba de salir de una
operación complicadísima.
- Ese doctor, el que acaba de
salir…me ha llamado despreciable, mezquino. -Dijo alzando la voz.
- ¿Doctor? ¿Qué doctor? Aquí
no ha entrado nadie. No hay más doctor que yo.
1 comentarios:
Es una buena lección de vida y una nueva alternativa. Me gusta.
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