5 ago 2009 | By: Laura Falcó Lara


Adoraba los tés. Le encantaban los diferentes aromas que de ellos se desprendían. Té verde, té negro, té de Sumatra, té de Darjeeling,... ese era su mundo. Por este motivo dejó su trabajo de comercial y montó La Tetería.
Cada mañana abría sus puertas y aspiraba hondo dejando que cada uno de los olores le impregnara. Luego, antes de abrir al público, se servía una de las variedades y se ensimismaba mirando la calle a través del gran ventanal.

Muchos de los clientes eran fijos. Clientes que, como él, se deleitaban degustando unos de sus famosos tés. Estaban las señoras del barrio. Eugenia, Carmen, Matilde, Marisa y Clara acudían cada tarde puntualmente a su cita con el té. Se sentaban y hablaban tranquilamente durantes casi tres horas en compañía de una o dos teteras. Luego estaba Jaime, el hijo de la vecina del quinto, que solía bajarse a leer la prensa y que siempre pedía su té rojo. Guillermo y Claudia, Esteban, Susana, el viejo de Miguel, Angelita y aquellas dos chavalas jovencitas que solían repasar la lección entre sorbo y sorbo. Todos eran viejos conocidos y la Tetería era como una gran familia.

Aquella tarde vino alguien nuevo. Era un hombre alto, joven, trajeado y que, rompiendo la calma del local, entró hablando a voz en grito por su móvil. Sin dejar de hablar pidió con gestos un té a Mario. ¡Un té!, Pensó Mario. ¡Cómo si todos los tés fueran lo mismo, vaya desfachatez! Enfadado y dolido ante semejante desprecio, Mario le sirvió el primer té que tuvo a mano. El hombre colgó el teléfono y se dirigió a Mario.

-Disculpe. Puede darme un par de sobres de azúcar, por favor.
-¿Dos sobres?
-Sí, me gusta muy azucarado.

¿Azucarado? ¡Aquello era un delito! Con tanto azúcar era imposible paladear el sabor de ningún té. Le dio el azúcar al cliente y regresó a la barra despotricando. Entonces, al girarse, vio como el cliente echaba todo el té en la taza sin darle ni tan siquiera tiempo a reposar y luego, tras ponerle todo el azúcar, lo bebió de un trago. Contrariado y seriamente afectado por aquel deleznable espectáculo, Mario respiró hondo mientras imprimía la cuenta a petición de aquel energúmeno. Gente como aquella era la que le quitaban todo el encanto a su negocio, pensó.

Pasaron un par de días y aquel personaje volvió a aparecer. Nuevamente pidió un té a secas y repitió el ritual de la última ocasión. Además, durante su estancia en La Tetería, no dejó de vociferar colgado de su móvil, molestando al resto de clientes. Mario estaba horrorizado. No podía permitir que la belleza que se desprendía de un ritual tan ancestral, fuese hecha añicos por semejante botarate. El té no podía tomarse de aquella forma y menos en su local. Debía hacer algo al respecto.

Aquella mañana, antes de abrir su amada Tetería, Mario se acercó a la droguería de la esquina. Miró uno por uno todos los estantes y no paró hasta dar con el mataratas. Luego, una vez llegó a La Tetería, Mario leyó atentamente las instrucciones. Debía calcular la dosis exacta que tendría que poner en una taza para ocasionarle una buena indigestión a aquel energúmeno y que se le quitasen las ganas de volver. Debía de ser cauto, una dosis inapropiada podría tener consecuencias nefastas. Y así lo hizo, calculó el peso y midió con mucha precaución la cantidad que debía echar.

Aquella tarde Mario tenía todo preparado. Había manipulado con sumo cuidado uno de los sobres de azúcar añadiéndole la cantidad de mataratas necesaria. Ahora sólo había que esperar. Sin embargo, la mala suerte quiso que las cosas no fuesen como él lo tenía previsto.

Eran cerca de las cinco de la tarde y la Tetería estaba a rebosar. Mientras esperaba a “su cliente”, Mario atendía las diferentes mesas del local. Fue entonces cuando algo imprevisto ocurrió. El estaba de espaldas sirviendo una taza de delicioso té azul a Matilde, cuando Angelita se levantó y sin decir nada, entró en la barra y tomó un sobre de azúcar. Cuando Mario quiso darse cuenta, ya era tarde.

-Pero... ¿quién ha cogido azúcar de la barra? Preguntó inquieto y acalorado.
-Perdona, he sido yo. Te vi tan atareado y como hay confianza.

Nervioso, Mario se abalanzó sobre la taza de Angelita pero ya no quedaba ni gota de té. Temió lo peor. Angelita era una mujer de unos setenta años, de complexión pequeña y salud delicada. Debían hacerle un lavado de estómago, pensó. Pero, por otro lado, ¿cómo iba a explicar la presencia de mataratas en el azúcar? Agobiado y nervioso, Mario se acercó a Angelita y le dijo:

-¿Sabes? Creo que te vendría bien un vaso de leche fría
-¿Perdón?
-De verdad. Yo te invito.
-Pero a mi no me gusta la leche.

Haciendo oídos sordos a su respuesta Mario tomó una taza de leche y se la llevo a la mesa.

-Pero, de verdad, odio la leche.
-Es muy sana.

Y sin mediar más palabras agarró a la pobre mujer por el pescuezo y la obligó a ingerir todo la taza de leche sin ni tan siquiera respirar. La gente miraba atónita el espectáculo mientras Angelita trataba de no vomitar la leche. Entonces, al fondo de la sala oyó al viejo de Miguel quejarse de forma reiterada del mal gusto que tenía en la boca. Paranoico perdido, Mario tomó nuevamente otro vaso de leche fría y se lo empotró a la fuerza a su cliente.

-¿Pero que estás haciendo Mario?, ¿Has perdido el juicio? Le preguntó Esteban que se encontraba sentado junto a Miguel
-Es que como tenía mal sabor de boca.
-Sí, claro, le acaban de cambiar la dentadura postiza y el sabor de la cola nueva se le hace extraño. Contestó Esteban sorprendido mientras Miguel tosía tratando de recuperar el hálito.

Miguel estaba fuera de sí. Si Angelita estaba bien y Miguel también, quizás el sobre que tomó Angelita no era el del mataratas. Era posible que al tomar un sobre hubiese movido todos los que estaban en el tarro. Mientras Mario trataba de recomponerse entró la teórica victima de aquel desaguisado.


-¿Me pone un té?

Miró uno por uno todos los sobres tratando de ver en cual de ellos estaba la muesca.
-¡Por fin! Exclamó en voz alta.
-¿Por fin? Preguntó extrañado el cliente
-Nada, nada, cosas mías. Contestó Mario con una sonrisa malévola casi seguro de haber encontrado el sobre correcto.

Sirvió el té y le dio al cliente sus dos sobres de azúcar. Luego esperó pacientemente. Cuando el caballero acabó su té se incorporó y acercándose a Mario le dijo:

-Verá caballero, aquí donde me ve represento a la Guía Michelin y es para mi un honor decirle que su Tetería es de las mejores que he probado en muchos.... Uff...vaya ardor de estómago que tengo.

Mario miró horrorizado a aquel hombre. ¿Qué había hecho? Había tirado por la borda todo su sueño. Después de aquello le cerrarían su Tetería y no podría ejercer nunca más.
Su prestigio, todos aquellos años de clientela. Todo tirado por la borda.

-¿Sabe qué? Que odio la guía Michelin. No voy ni a cobrarle el té. Se lo regalo pero no vuelva. Dijo Mario con voz entrecortada y hecho un matojo de nervios.
-¿Cómo dice? Contestó aquel hombre sin dar crédito a las palabras de Mario
-Digo que fuera. ¡Fuera! Exclamo empujando de forma brusca a aquel hombre.

Toda la gente de la Tetería miraba a Mario estupefacta. Mario estaba fuera de sí.

Hace un año desde aquel incidente, un año desde que Mario fue recluido en el sanatorio mental Valle Hermoso tras un dictamen de esquizofrenia paranoide. Lo que Mario no sabe y nunca sabrá, es que el sobre de azúcar que dio al inspector tampoco era el que contenía mataratas. El ardor de estómago de aquel hombre era la clara consecuencia de una noche de fiesta, con alguna copa de más.

1 comentarios:

Peter Mathius dijo...

Muy Bueno... Imprevisto Final, "Casualidades De La Vida", je,je,je (Me encantó) Menos mal que yo nunca tomo azúcar, ni en el Té ni en el Café, me gusta apreciar los sabores "Suaves o Salvajes" tal y como son.... En fin... Naturaleza Sibarita.... :D

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