15 jul 2010 | By: Laura Falcó Lara

Isaac

Nunca hubiese imaginado que fuera tan fácil perder veinticinco años de mi vida. Cuando aquel extraño destello en mitad de la autopista nubló mi vista y perdí el conocimiento, no imaginé lo que vendría después.

Tenía veintisiete años recién cumplidos, un marido seis años mayor que yo y un hijo de tan solo dos. De pronto, todo desapareció sin dejar ni rastro. Todavía no sé como ocurrió, sólo sé que cuando desperté en la camilla de aquel hospital, el mundo había envejecido veinticinco años y yo, seguía igual. Mi marido, tras denunciar mi desaparición, espero durante dos años a que volviese, pero luego, conoció a otra mujer con la que se volvió a casar. Mi hijo acababa de cumplir veintisiete años, los mismos que supuestamente tenía yo.

Su mirada angustiada y desconcertada no hacía más que empeorar la situación. Raúl, que ahora tenía cincuenta y ocho años, un año más que mi padre cuando yo desaparecí, no sabía como actuar, ni qué decir.

-Aún no le hemos dicho nada a tus padres. No sabría por donde empezar. Apuntó tratando de romper el hielo.
-¿Y Dani? Pregunté yo, ávida de saber algo de mi hijo.
-Está de camino. Yo...ahora no sé...

Nuevamente se hizo el silencio, aquel silencio cortante que había reinado durante toda la tarde. Lo cierto es que la situación era sumamente incómoda. Mi marido, que me doblaba la edad y que ahora era el marido de otra mujer, me miraba completamente contrariado. Nadie tenía la culpa pero el resultado era desastroso.

-Tranquilo. Lo nuestro ya no tiene sentido. Entiendo que te volvieras a casar.
-Lo siento. Es todo tan...extraño.
-Lo sé.
-¿No recuerdas nada?
-Nada, sólo el destello.

Dani entró entonces por la puerta. Cualquiera que nos hubiese visto hubiera jurado que éramos hermanos. Se parecía tanto a mí. Mis mismos ojos, mi mismo pelo....mi misma edad. El miré tratando de contener mis sentimientos.

-Hola. Dijo mirándome desde el marco de la puerta.
-Hola. Contesté yo sin saber demasiado bien como actuar.
-¿Sabes? Cuando papá me dijo que habías vuelto traté de pensar qué recordaba de ti y lo cierto es que no recuerdo nada. Lo siento.
-No te culpes, sólo tenías dos años. Contesté con lágrimas en los ojos.
-Y...¿Qué fue lo que sucedió?

Tanto su padre como yo encogimos los hombros en señal de desconocimiento. Entonces, deseosa de abrazar a Dani, le pedí que se acercara. Con la cara en su cuello aspiré profundamente tratando, como cuando era de niño, de impregnarme con su olor, pero nada era igual. Mi niño era un hombre y su olor, aquella mezcla entre Nenuco y olor a nuevo, ya no era el mismo. Ahora Dani olía a hombre. Un hombre del que no sabía nada.

Tras pasar una semana en observación tuve que afrontar mi nueva vida; una vida de soltera, sin trabajo, con unos padres que podrían ser mis abuelos y un hijo de mi misma edad. Raúl por su lado, trató de echarme un a mano en lo que pudo. Y no paró hasta darme el valor de la mitad de la casa. Sabía que eso era todo con lo que yo podía contar.

Pasaron los meses y poco a poco fui creándome una nueva vida, una vida que estaba a punto de romperse en mil pedazos. Una noche, cuando Dani estaba de vuelta de su trabajo, un hombre magrebí le asaltó para robarle la cartera. Desgraciadamente, Dani no se lo puso fácil y al querer defenderse, Isaac, que así se llamaba el joven, le clavó un cuchillo en el pecho causándole la muerte. En un atisbo de arrepentimiento, horrorizado por su acción, Isaac se entregó a la policía. Durante el juicio, la defensa no hizo otra cosa que achacar la situación y actuación de aquel joven a la falta de recursos, a una niñez en orfanatos y a las drogas. Por lo visto, Isaac era fruto de un hogar desestructurado y su vida no había sido precisamente fácil. Finalmente, Isaac fue únicamente condenado a veinte años por homicidio con atenuantes.

Estaba destrozada. Dani era lo único por lo que me merecía la pena seguir viviendo y ahora se había ido, le habían matado. Tomé prestado el coche de mi padre y conduje sin rumbo toda la noche sin parar. Quería huir, quería morirme. De pronto, en mitad de la interestatal un fogonazo, un haz de luz cegador se cruzó en mi camino y perdí, por segunda vez en mi vida, la conciencia.
-¿Amor? ¿Me oyes?
-Parece que está despertando.

Aquellas voces me eran familiares. Abrí con gran esfuerzo los ojos y frente a mi estaba toda mi familia. Raúl, mi hijo y mis padres. Aún y sin fuerzas me incorporé sobresaltada para comprobar, que todo había vuelto a la normalidad. Raúl volvía a tener treinta y tres años y mi hijo, mi Dani, volvía a tener tan sólo dos.

-Por lo visto te desmayaste y chocaste contra un árbol. Comentó Papá.
-Gracias a Dios que estas bien. Añadió mi madre mientras Daniel se encaramaba a mi cama.

En aquel mismo instante decidí no contar nada de mis vivencias. ¿Quién me iba a creer? ¿De qué me iba a servir? El tiempo pasó y, aunque la vida había retomado su cauce, un día el futuro llamó de nuevo a mi puerta. Aquella mañana fui al centro comercial a hacer la compra y, mientras cargaba el coche tranquilamente, les vi llegar. Era una mujer de tez oscura y aspecto harapiento que llevaba un pequeño de unos cinco años en sus brazos. Se acercaron lentamente hasta mi y me pidieron algo de dinero. Sin dudarlo, saqué unas monedas del bolso y, con una sonrisa amable, se las di al pequeño que no dudó en cogerlas con gran rapidez.

-¿Cómo se llama? Pregunté tratando de ser agradable.
-Isaac. Contestó su madre.
-¿Isaac? Pregunté mientras adivinaba en el mirar de aquel pequeño el rostro del hombre que acabó con la vida de Daniel.
-Sí, Isaac.

Aterrada, decidí que no podía dejarles marchar. Era como si por fin todo hubiese cobrado sentido. El futuro y mi pasado, se habían confabulado para darme la oportunidad de corregir el destino de mi hijo, o eso pensaba yo. Nerviosa, me volví nuevamente hacia la mujer y le dije:

-¿Tienen para comer?

Sorprendida, la mujer negó con la cabeza.

-Permítame entonces que les invite.

Jamás había visto comer a alguien con tanta ansiedad, pensé mientras esperaba el momento oportuno para indagar sobre la situación en la que se encontraban. Tras los postres, traté de ganarme la confianza de aquella pobre mujer.

-No sé que hacer, dijo la mujer entre lágrimas. No tengo forma de mantener a Isaac y estoy pensando en darlo en adopción.

Sin dudarlo y sin medir las consecuencias de mis actos, contesté:

-¿Quieres que yo me haga cargo de él? Le adoptaré y será como un hijo más.

La mujer me miró con cierta incredulidad pero, su desespero era tan grande que, tras más de cuatro horas hablando, decidió que esa sería su mejor opción. En mi cabeza tan sólo había una idea, educar a Isaac de forma que jamás llegase a ser la persona que yo conocí. De forma que jamás llegase a ser el asesino de Daniel.

Tardé casi quince días en convencer de aquello a Raúl. No entendía la razón de ser de aquella locura sin embargo, vio tanto entusiasmo en mi decisión y me quería tantísimo que finalmente, accedió. Al principio, aquella aventura parecía tener todo el sentido del mundo pero, poco a poco, la cosa se torció. Algo salió mal.

¿Qué parte de nuestro carácter es aprendido y qué parte heredamos por genética? ¿Somos lo que vemos, o somos lo que llevamos impreso en nuestros genes? Siempre había pensado que en un 80% lo que manda en nosotros es la educación, lo que aprendemos, pero a veces, esa regla no es tan exacta y en este caso, no lo fue. Cuando Isaac entró en la adolescencia empezó a rodearse de malas compañías. El alcohol, el tabaco y las drogas empezaron a ser sus acompañantes más frecuentes. Llegó un momento en que era imposible de controlar. Luego vinieron aquellas extrañas desapariciones de dinero, los días fuera de casa y los problemas con la policía. Una noche en que Isaac regresó de madrugada completamente borracho y drogado, Daniel, que aún estaba despierto, salió al jardín a su encuentro tratando de que no nos despertase. Discutieron de forma acalorada y Isaac, ciego y fuera de si por el efecto de las drogas, sacó un cuchillo y se lo clavó a Daniel en el pecho causándole la muerte.

Hoy es el juicio de Isaac y la única diferencia respecto a la vez anterior es que ahora, me siento culpable, muy culpable, tan o más culpable de lo que Raúl cree que soy. Por otro lado, no puedo evitar querer a Isaac como a un hijo y mi alma desesperada, se debate entre el dolor y la rabia por la pérdida de Daniel y el dolor por el futuro que le espera a mi otro hijo. Mientras el juicio avanza y mi vida se desmorona, en mi interior un par de preguntas me atormentan noche y día. ¿De qué ha servido saber el futuro? ¿Acaso el futuro está escrito y no lo podemos cambiar? Por un instante, una tercera pregunta me asalta y sé que conseguirá quitarme el sueño por el resto de mis días. ¿Y si mi verdadero destino no era salvar, sino matar a Isaac? Eso nunca llegaré a saberlo.

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