3 nov 2018 | By: Laura Falcó Lara

El último Adiós


Me sentía extraña, diferente. Me incorporé y tuve esa rara sensación de ingravidez que acompaña a los astronautas. Por primera vez en muchos años me olvidé de mi artrosis y del dolor. Como cada mañana, me acerqué a la ventana y observé y escuché el bullicio de la ciudad de México al amanecer. La lluvia azotaba el asfalto y los parterres dejando el aire impregnado de aquel embriagador olor a hierba fresca. Luego, me dirigí a la cocina para hacerme el desayuno; sin mi café con leche no era persona. Sin embargo, algo inesperado sucedió. Era como si mis manos fuesen de humo; incorpóreas, transparentes, incapaces de agarrar mi taza de café. ¿Qué estaba ocurriendo? Asustada, retrocedí sin dejar de observar mis extremidades. Podía ver a través de mi cuerpo. Entonces, al pasar de nuevo por mi habitación, me vi ahí tumbada. ¿Cómo podía estar viéndome sobre la cama, si estaba frente a ella y de pie? En ese instante oí como Carmen, la mujer de la limpieza llegaba a casa. Nerviosa fui a su encuentro, pero, para mi horror, pasó a través mío como una exhalación.

- Señora... señora, ¿está usted aun durmiendo?


Angustiada, salió del cuarto y llamó a una ambulancia. Tras unos minutos el médico certificaba mi defunción. Jamás imaginé que la muerte fuese tan absurda.

-          ¿Y ahora, que debo hacer? – Me pregunté. 

Me senté y esperé hasta que un sin fin de familiares empezó a desfilar frente a mi cadáver.

-          ¡Con lo poco que me gusta que me observen! – Exclamé.

Entonces vi a Carmen sentada en el salón.

-          Pero ¿por qué no está limpiando esta vaga? - Pensé. - ¡Con lo que cuesta cada mes!

Al rato llegó mi hijo con su mujer, aquella que desde el primer instante me cayó tan mal.

-           ¡Cuánta hipocresía! -Me lamenté.

Escuchar a mi nuera Jazmin lamentándose, me pareció algo inaudito. ¿A qué venían ahora esas lágrimas? Por mucho que llorara, no iba a ver ni un duro. No estaba incluida en mi herencia. Antes prefería tirar mis joyas al mar.

-          Teniendo en cuenta cómo estaba, ha sido mejor así. - Comentó mi sobrina.

¿Mejor?, ¡mejor estaba viva! Tendría mis dolencias, pero, de ahí a preferir morir... No dejaba de sorprenderme la capacidad infinita del ser humano para decir estupideces en los entierros.

-          Habrá que decidir que ropa le vamos a poner. - Apuntó mi hijo.

Puestos a elegir, tenía un par de trajes que me quedaban francamente bien, pensé.

-          Yo no me complicaría. - Contestó Jazmín. - Total, tu madre era una mujer sencilla.
-          ¿Sencilla?, ¿Qué quería decir con sencilla?
-           Creo que con un vestido de diario estará bien.
-          ¡Pero será zorra! – Proferí santiguándome por la barbaridad que acababa de decir.

Pensaba que lo peor ya había pasado, pero todavía faltaba el velatorio y el entierro. 

Tumbada en el ataúd, maquillada como una drag queen, peinada como una escarola y vestida como una indigente, esperé a que los curiosos del barrio pasaran por ahí para quedar bien. Algunos, daban el pésame a mi hijo y se iban. Otros, entraban a verme y aprovechaban para cotillear. La espera se hizo muy larga, pero había una cualidad inherente a mi estado de la que empezaba a disfrutar. Poder oír sin ser vista tenía sus ventajas. Así me enteré de que María, la hija de la carnicera, estaba embarazada y se iba a casar, de que el bueno de Julián iba a dejar a su mujer, de que Analicia se había hecho un lifing y de que mi nuera tenía un amante y lo que era peor, que ya se había hecho con mis joyas. Si hubiese podido, la habría matado allí mismo.


Luego, empezó la misa. El cura, cansado de funerales,  se equivocó al decir mi nombre.


-          ¿Quién es Verónica? - Pregunté sorprendida. - ¿Qué más podía ir mal?


Mi hijo se incorporó con rapidez y acercándose al hombre le hizo partícipe de su error. Creo que fue en ese instante que vi en la solapa del traje de Jazmín mi broche de diamantes. Eso era intolerable. ¿Cómo lo había permitido Juan? Indignada golpeé el pie que sostenía mi ataúd y cuál fue mi sorpresa, cuando este cayó al suelo con un gran estruendo.


-          ¡Era capaz de mover cosas! - Dije alarmada. 


Emocionada, salí de la capilla para practicar mi nuevo don. No era tan sencillo como parecía; necesitaba concentración. Pero aquello me hizo ver la luz.

Esperé y acompañé a mi cuerpo hasta el cementerio. Seguía lloviendo, como el día anterior. El suelo, encharcado, era un auténtico lodazal. Abrigados y protegidos con paraguas, mi familia, esos indeseables que parecían casi alegrarse de librarse de mí, rodeaban mi tumba para darme su último adiós. Los enterradores bajaron el féretro con cuidado mientras que Jazmín protestaba, amargamente, porque se le encrespaba el puto pelo y se estaban estropeando su mierda de zapatos de tacón. Fue entonces, cuando con rabia y decisión, la agarré de un tobillo y la arrastré al hoyo junto a mí. El batacazo fue espectacular y verla gritar rebozada en barro, con el vestido roto y llena de contusiones, me hizo por fin sentirme en paz. Jazmín terminó en el hospital con fractura de fémur y tres costillas rotas. Lo que todavía nadie sabe, es a dónde fue a parar el famoso broche de diamantes, que nunca se volvió a encontrar.


1 comentarios:

la bruixa carme dijo...

Divertido, pero reflejando que la muerte sigue siendo un tema pendiente y desconocido en nuestra vida.

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