8 sept 2011 | By: Laura Falcó Lara

La tumba



Todos habían oído hablar de ella. Aquella cárcel de alta seguridad tenía entre sus muros algo sobrenatural, demoníaco o quizás divino, algo vivo e incontrolable. Al principio, nadie se dio cuenta de aquellas extrañas casualidades pero, al correr los años, los presos empezaron a temerla y le dieron el sobre nombre de “La Tumba”. Con el tiempo incluso los alguaciles y la gente de la región, empezaron a creer en la leyenda. Todos sabían que cualquier hombre culpable de matar inocentes que ingresara en ella, jamás salía con vida. Daba igual si finalmente era absuelto, o no era encontrado culpable; en su última noche en prisión algo inexplicable ocurría, algo que tras dejar un rostro lleno de pavor y angustia, arrebataba la vida de aquellos que parecían merecerlo.

Parecía un hombre honesto, frágil, sincero; para nada un asesino. Aquel hombre no era capaz de haber perpetrado el terrible atentado del que lo culpaban y del que los medios no dejaban de hablar. Su piel clara, sus manos bien cuidadas, su rubio cabello perfectamente cortado, le hacían flanco de todas las miradas. Entró y como tantos otros pasó su primera noche llorando y, como siempre, los alguaciles le invitaron a callarse. Seguro que la noche se le hizo muy larga y amarga. Cuando llevas tiempo entre rejas aprendes a ver cosas sutiles, cosas en las que fuera jamás te hubieses fijado. Con el tiempo aprendes a distinguir al inocente del culpable, y aquel hombre traspiraba inocencia por todos los poros de su piel. Como un indefenso animalillo asustado Hans trató de pasar desapercibido. Tantas son las historias que se oyen sobre la vida en prisión, que no es de extrañar que los inocentes entren con semejante temor. Caminó hasta el fondo y se sentó en la esquina de la última mesa del comedor en silencio, sin levantar apenas la mirada. Me acerqué a él y traté de mantener una conversación.

-¿Asustado? Pregunté mientras me sentaba frente a él, tratando de romper el hielo.
-No. Contestó el tratando de mostrar un valor que no poseía.
-¿Tienen pruebas?
-Eso dicen. Respondió de forma cortante, con un acento que no era del lugar.

A juzgar por el tono de su voz aquella conversación no era precisamente de su agrado.

-No eres de por aquí ¿no?
-Digamos que estoy lejos de casa.
-Y…además de terrorista, ¿a qué te dedicas?

A pesar de la tensión, no pudo evitar sonreír. Me miró fijamente y extendiendo su mano se presentó.

-Hans Redfield. Fontanero. Contestó en un tono algo más distendido.
-Greg McKallahan. Contesté - ¿Fontanero…y te ves inmerso en algo de ese calibre? Añadí algo sorprendido.
-Bueno, soy un fontanero un tanto especial.
-No te sigo.
-Los fontaneros somos los peones de la CIA.
-¡Joder!, vaya nivel…y yo tan solo un cutre mecánico.
-Para lo que me ha servido.
-¿Qué ocurrió? Pregunté sabiendo que posiblemente aún era muy temprano para confesiones.
-Digamos que alguien necesitaba expiar sus pecados y yo pasaba por allí.
-Ya veo, brother. Pues te la han jugado, pero bien jugada.
-Efectivamente.

Cuando uno está en prisión lo que más le sobra es tiempo y ese tiempo fue el que facilitó que Hans me explicase, pasado el primer mes, toda su historia.

-Todo empezó cuando detectamos las primeras filtraciones. Alguien estaba pasando información a los traficantes de armas y nos estaban jodiendo sistemáticamente todas las operaciones. Dijo mientras paseábamos por el patio.
-Siempre he pensado que para ser polis, o lo que coño seáis, sois un poco gilipollas.
-¿Cómo? Contestó tras parar en seco desconcertado.
-¿Cuándo no hay filtraciones? Joder, si tenéis más enemigos dentro que fuera, tío.
-Posiblemente tengas razón, pero tienes que confiar en los compañeros. Dijo reanudando la marcha.
-Yo no me fío ni de mi madre; por eso sigo vivo. Agregué esbozando una liguera sonrisa.
-Me lo puedo imaginar.
-Bueno, ¿y qué ocurrió?
-Que cuando estaba apunto de descubrir al traidor, este se me adelantó. Preparó ese atentado tan sólo para incriminarme y sacarme del medio.
-¿Un pez gordo?
-Gordísimo.
-Pues estás jodido. Como no ocurra un milagro, te van a freír. Respondí mientras pasaba la mano por mi negra e incipiente barba de tres días.
-Eso me temo.


Los días fueron pasando y cada vez quedaba menos tiempo para que Hans fuera trasladado al corredor de la muerte. Fue en una de esas últimas tardes, mientras paseaba como de costumbre por el patio, en que le conté a Hans la historia de aquella vieja prisión.

-Dicen que posee alma propia. Algunos afirman que es el alma de algún inocente ejecutado la que clama justicia.
-Extraña historia.
-De haber matado a alguien no me gustaría estar aquí.
-Desgraciadamente, a mí de poco me va a servir. Seguro que preferiría morir así que electrocutado.

Entonces, tras un breve silencio añadí:

-A ti no pero…
-¿Pero?
-Me pregunto que ocurriría sin el verdadero culpable entrase aquí.
-¿Aquí?, ¿Dónde?
-En “La Tumba”.

Hans me miró pensativo. Aunque no terminaba de creerse aquellas historias de niños, la idea parecía seducirle por algún extraño motivo.

-Dime, esa leyenda, esa creencia… ¿está muy difundida?
-Creo que no hay nadie de la zona que no sepa de ella.
-Interesante.
-¿Qué es lo que estás tramando? Pregunté sabiendo que algo se cocía en aquella cabecita de niño refinado.
-Creo que los milagros existen y quizás pueda salir de aquí.
-¿Y eso? Dije frunciendo el ceño algo sorprendido ante aquel súbito cambio de opinión.

Como cada semana Erik Abnett acudió a ver a Hans. Erik había sido su compañero durante casi diez años y ahora no le iba a fallar. El sabía perfectamente que Hans había sido víctima de un montaje pero, al igual que Hans, no tenía forma de demostrarlo.


-Quiero que hagas algo por mí. Dijo Hans
-Lo que me pidas. Contesto Erik.
-Ves a ver a quien ya sabes. Apuntó Hans mientras escribía con el dedo sobre el cristal el nombre del ministro de defensa.
-¿Para? Sabes que desde que le acusaste es muy complicado llegar hasta él.

Hans le explicó entonces la historia de “La tumba” a Erik.

-¿Y tú te crees esa leyenda?
-No, por supuesto, pero el posiblemente sí.
-No sé yo. Dijo haciendo una mueca de desconfianza.
-Dile que si no me absuelven, mi última voluntad será que el presencie mi ejecución. A ver si sale con vida de aquí.
-Por mucho que sea de aquí, no creo que se trague la historia. Contestó Erik mientras trataba de acercar lo menos posible aquel infecto teléfono a su rostro.
-No tengo nada que perder y además, he pensado algo más. Dijo mientras susurraba algo a través del telefonillo.
-Entiendo. Contestó Erik.

Sin mediar más palabras Erik se levantó y se fue.


-Esto es increíble. Exclamó Frederick Mac Duvall soltando una tremenda risotada.
-¿Qué es lo increíble?, ¿Qué un inocente esté a punto de ser asesinado por algo que no hizo y que el verdadero culpable es decir, usted, esté en la calle? Contestó Erik completamente fuera de sí.
-No se sofoque, la cárcel está llena de inocentes. Contestó el ministro de defensa en tono irónico.- Pero… ¿realmente piensa que creo en esas historias de viejas?
-Bien señor, si no cree en ellas, nos vemos en la ejecución. Contestó Erik haciendo un amago de salir de la sala.
-En cualquier caso,… que su amigo tenga derecho a una última voluntad no significa que yo haya de cumplirla.
-Es posible, pero también cabe la posibilidad de que Hans esté dispuesto a dar nuevos datos, o información sobre otros supuestos cómplices, únicamente si usted va a verle. ¿También en ese caso puede negarse? Sonaría muy raro ¿no cree?
-Y... ¿qué piensan que pasará?, ¿Qué llegaré allí y un ente fantasmagórico va a matarme por lo que hice?...jajajajajja. Su amigo no debió seguir con aquella investigación y ahora seríamos todos más felices. Buenas tardes señor Abnett, nuestra reunión ha terminado.
-No, no ha terminado. Nos veremos de nuevo, aunque entre rejas. Respondió Erik dando un portazo tras de si.

Sin dudarlo, tal y como habían planeado con Hans, Erik se fue directo a ver a Olaf Stapelton, director de la CIA.

-Ahora que ha oído la grabación, ¿qué opina? Preguntó apoyándose sobre la mesa de su superior.
-Indiscutiblemente esa conversación no está tomada de forma legal, pero sí que arroja un interrogante sobre la culpabilidad de Hans y pone en entredicho la credibilidad de Mac Duvall.
-¿Cree que podríamos reabrir el caso, o al menos tender una trampa a ese hijo de su madre?
-Creo que por lo legal es complicado y tampoco tenemos mucho tiempo pero quizás…
-¿Quizás qué?
-Déjamelo a mí. Hay personas que me deben favores.

Apenas quedaban quince días para que Hans pasase al corredor y menos de un mes para su ejecución cuando el alguacil del turno de noche se acercó a él en privado. Cuando algo así pasaba, todos sabíamos que algo fuera de lo normal iba a suceder. La facilidad con que Reginal se dejaba sobornar, era de sobras conocida por todos los reclusos.

-Tengo un mensaje de parte de Stapelton.
-¿Cuál? Preguntó Hans que para entonces ya se creía olvidado de todos.
-Pide ver a Mac Duvall con el propósito de revelar más información. El se ocupará del resto.
-De acuerdo.

La noticia no se hizo esperar. A la mañana siguiente La tumba iba llena; Hans estaba dispuesto a delatar a sus cómplices a cambio de algún tipo de trato. Lo que Hans no había tenido en cuenta era la reacción del resto de presos. Para los internos, delatar a un compañero tenía consecuencias. Las leyes que rigen la vida de los presos son completamente distintas a las del resto del mundo. Por ese motivo, me acerqué a Hans durante el desayuno.

-¿Sabes lo que estás haciendo?
-¿Por? Contestó el ignorando el revuelo que había organizado.
-Tío,… en la trena delatar a un compañero es firmar tu sentencia de muerte.

Sin poder evitarlo Hans soltó una risotada.

-¿Acaso no estoy condenado ya?
-Visto así…
-No voy a delatar a nadie, sólo a forzar al verdadero culpable para que me deje libre.

Tras contarme toda la historia, prometí ayudarle. Sabía que sin mi, su muerte iba a llegar antes de hora. Ahora lo importante era poner a todos en su favor y que colaborasen en la causa. Cuando se trataba de joder a alguien como Mac Duvall, los chicos se portaban. Si Mac Duvall entraba en La Tumba, a bien seguro que iba a temer por su vida.

Aquella semana fue la peor de su vida. Parecía como si hablase con quien hablase, el tema de su inminente vista a la Tumba, estuviera presente en todas las conversaciones. Nunca se había considerado supersticioso, pero toda la información que le llegaba apuntaba a que allí dentro había algo perverso, algo extraño e inexplicable que ponía los pelos de punta incluso al alcaide del centro. Eran muchos los que contaban aquellas fantasiosas historias de justicia divina, demasiados. A medida que se acercaba la fecha en que debía acudir al centro, sus miedos iban en aumento. Temeroso, trató de que el encuentro con Hans fuese fuera de los muros de aquella vieja prisión pero, al ser un prisionero condenado a muerte por terrorismo, esa opción era impensable.

Llegó el día. Tan sólo faltaban cuarenta y ocho horas para que Hans fuese trasladado al corredor y aquella era su última oportunidad de salir de allí con vida. Mac Duvall montó en el coche oficial en dirección a la prisión. Los nervios le hacían estar especialmente irascible. A medida que se acercaban sintió que su estómago se encogía y se retorcía en un mar de ansiedad. ¿Y si realmente la leyenda era cierta? Encogido en una esquina del asiento trasero, empezó a sentir que su corazón latía más fuerte de lo habitual. El coche paró frente aquellos viejos muros y el chofer le abrió la puerta.

-Ya hemos llegado señor.

Sin atreverse a bajar del automóvil, Frederick miró al frente con inquietud y desasosiego. Nunca en su vida había sentido tanto miedo, ni tan siquiera en el campo de batalla. Aquel miedo era tan irracional, tan primitivo, que Frederick se sintió incapaz de hallar el modo de combatirlo. Bajó lentamente del coche y nuevamente se detuvo pensativo, como valorando otras alternativas. ¿Y si dejaba a Hans en libertad? Sabía que no volvería a molestarle, no tras ver de lo que era capaz. Aunque el día era gris y no especialmente cálido, Frederick empezó a sudar. Entonces, se abrió aquella enorme puerta y el alcaide salió decidido a su encuentro. Sintió que el corazón iba a salirle por la boca.

- Señor Mac Duvall, es un placer tenerle por aquí. El preso ya está preparado en la sala de interrogatorios.

Tembloroso, con la expresión desencajada Frederick se acercó hasta él a fin de darle la mano. En ese instante, unos agudos y punzantes dolores en el brazo izquierdo y en el pecho le hicieron estremecerse. Sin darle apenas tiempo a reaccionar, Frederick Mac Duvall cayó al suelo desplomado; muerto.

Nadie había imaginado algo así. Todos estaban hundidos por lo inesperado e inoportuno de los hechos. Ya no tenía solución; no había marcha atrás. Al menos algo estaba claro, la Tumba no había tenido nada que ver con la muerte del ministro, al menos no directamente. La intención de todos era hacerle recapacitar, y que finalmente, presa del miedo, decidiera liberar a Hans. Ninguno de ellos pensó en la posibilidad de que el miedo acabase con él, sin darle tiempo a solucionar las cosas. Ahora sólo cabía esperar que se ejecutara la condena. Hans había perdido su único pasaporte de salida.

Pasaron las horas lentamente y desde el otro lado del corredor los presos aguardábamos nerviosos y apesadumbrados a que llegara la hora. Cada vez que se ejecutaba a alguno de nosotros, el dolor y la angustia se podían palpar en toda la prisión. Era como si el ángel de la muerte nos robase también parte de nosotros. Tras la ejecución un silencio sepulcral inundó los pasillos; apenas se podía oír a lo lejos, algún que otro murmuro. Esa era la forma en que llevábamos nuestro particular duelo. De pronto, rompiendo aquella calma tensa, un silbato y un grito de alerta se oyeron por todo el edificio.

-¡Rápido, avisad a una ambulancia! Se oyó retumbando entre las paredes.

Sorprendidos, todos nos mirábamos sin entender qué había ocurrido. Fue pocos minutos después que la noticia corrió por todo el recinto como la pólvora. Carl Brett, el verdugo responsable de la muerte de Hans, había fallecido pocos minutos después de la ejecución de forma extraña y fulminante. En su rostro, el miedo, el terror, el pánico a lo desconocido había dejado su huella, una huella que todos conocíamos. Hans se había ido, Hans había sido injustamente asesinado, pero su nombre había quedado indiscutiblemente, limpio de toda sospecha.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy buena história y como siempre con un final imprevisible.

Rimes dijo...

Mi abuelo vive hacen muchos años en unterreno que aaaantes ocupo la cárcel del pueblo...mejor no te cuento lo que sucede ahí, o lo que hemos sacado de debajo de la tierra...
Buen escrito Laura.
Un abrazo.

Peter Mathius dijo...

Estupendo y espeluznante relato Láura, la verdad es que "Da que pensar"... Genial ;)

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