2 nov 2009 | By: Laura Falcó Lara

Museo de cera


Cada noche desde hacia tres meses recorría sus pasillos con su vieja linterna. Con la penumbra, aquellas figuras parecían incluso cobrar vida. Eran tan reales, estaban tan bien hechas. Afortunadamente, a el no le impresionaban. Recordaba en cambio las historias que le contaba los últimos días el guarda anterior, al que le aterraba pasar las noches sólo en aquel increíble lugar. Cada vez que realizaba la ronda una extraña sensación de compañía le aguardaba en cada esquina, sobre todo cuando debía atravesar el área de asesinos, monstruos y tortura. ¿En que cabeza cabía recrear aquellas escenas tan macabras?, solía decir. Sin embargo, era por mucho el área más vista de todo el museo. Era como si el ser humano disfrutase viendo el terror y el dolor ajeno. A veces, Roberto le contaba historias fantasiosas sobre figuras que aparecían de un día para otro, o sobre extrañas desapariciones. Pero, teniendo en cuenta su edad y lo mucho que bebía, no era de extrañar. Roberto era uno de los pocos vigilantes que había pasado allí algo más de dos años y en los últimos meses se negó a trabajar a solas. Al final Hendrix, el jefe, le tuvo que despedir. Lo cierto, es que el personal del museo tenía una de las rotaciones mayores que el hubiese visto en toda su carrera de guarda. Pero, dado el tipo de trabajo, tampoco era de extrañar. El trabajo en el museo era bastante monótono e iba claramente a menos y los sueldos también.

Aquella noche, como otras tantas, Frank tomó una lata de coca cola y dio un trago antes de empezar su ronda. Mientras recorría los pasillos empezó a pensar en la rapidez con que se creaban nuevas figuras. Antes, cuando había un grupo de artesanos locales encargados de la creación y reparación de las figuras, no era tan sorprendente pero, desde que limitaron los fondos destinados al museo, era el propio Hendrix quien llevaba a cabo aquellas tareas.¿ De dónde sacaba el tiempo para todo aquello? Hendrix, el responsable del museo, había pasado toda su vida con aquellas figuras. A falta de familia había hecho de aquel museo su casa. Pasaba allí horas y horas, admirando a sus amigas las estatuas, sus obras de arte. De hecho, todas tenían un nombre cariñoso que el les había puesto. Tan sólo había una parte del museo que estaba totalmente vetada al personal y era la zona donde se montaban las nuevas figuras. No era de extrañar que les prohibiesen el paso ya que, cualquier pequeño contratiempo, podía enviar al traste la obra de varias semanas. La cera, hasta que no estaba completamente terminada, era un material excesivamente maleable y delicado como para dejar que cualquiera pasase cerca de ella.

Debía ser cerca de media noche cuando Frank, al pasar por la zona ambientada en el SXVIII, se fijó en aquella estatua. No recodaba haberla visto antes. Quizás, la habían colocado aquella misma mañana antes de que el entrase de guardia. Se acercó por detrás con sumo cuidado. Era una mujer de estatura media y ataviada con ricos ropajes y peluca blanca, típica de la época. Al verla de frente, por un segundo, creyó reconocer aquel rostro aunque, medio oculto tras aquel hermoso antifaz, dejaba gran parte de sus rasgos a la imaginación. Aquella mujer le recordaba a alguien, aunque no conseguía saber a quien. Tampoco era de extrañar que entre tantas caras de famosos y personajes célebres, alguna le resultase familiar. Seguramente que debía ser la reproducción de alguna noble que debió ser muy conocida en aquel periodo. Sin darle mayor importancia, Frank siguió con su ronda. Pasaron las horas y ya de madrugada Frank esperó con ganas que llegara María, la mujer de la limpieza y José, el encargado de día. Puntual como cada mañana, José llegó al museo con su destartalada motocicleta.

-¿Qué tal la noche? Preguntó como solía hacer cada día.
-Bien, sin novedad en el frente, contestó Frank.
-¿No ha llegado todavía María?
-No. Igual llama diciendo que se encuentra mal. Ya sabes que siempre es la primera en llegar.

Entonces apareció por la puerta el viejo Hendrix.

-María no va a venir, ayer me notificó que dejaba el trabajo. Dijo Hendrix dirigiéndose a ambos.
-¿Y eso? Si necesitaba la pasta más que ninguno de nosotros. Apuntó Frank.
-Ya, pero por lo visto le ha salido otro trabajo mejor.
-¿Así, de la noche a la mañana y sin despedirse de nadie? Dijo José sorprendido.
-Bueno, menos charla y a trabajar. Dijo el viejo algo molesto por las dudas.

José se cambió e inició la ronda como cada mañana pero, cuando llegó a la altura de la zona dedicada al SXVIII, al igual que a Frank, una nueva figura llamó su atención. Se acercó a ella y la miró atentamente. Aquel rostro le era familiar. Sin embargo, a diferencia de Frank, José levantó el antifaz. Era ella, era sin lugar a dudas, el rostro de María.

-¿A que le sientan bien los ropajes de época? Pregunto el viejo Hendrix desde la parte trasera de la sala.

José sobresaltado miró con horror al viejo loco. Se acercó a el y agarrándole por las solapas de la chaqueta exclamó:

-¿Qué le ha hecho a María?
-Tranquilo. Ella está bien, tan sólo utilice su cara como patrón. ¿Acaso cree que soy un asesino?

Nervioso José retrocedió. La verdad es que quería creer aquellas palabras bajo cualquier concepto. La remota posibilidad de que aquella estatua fuese María le removía las entrañas.

-Hace un par de meses le pregunté si quería ceder su cara para una de las estatuas a cambio de algo de dinero y la chica lo hizo encantada.
-Lo siento. Se parece tanto que por un instante yo…
-Le entiendo pero otra vez, controle sus impulsos. Dijo el viejo mientras se alejaba por el pasillo.

José miró nuevamente la figura y un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Se parecía tanto a ella.

El día, pese a ser festivo pasó relativamente tranquilo. Un grupo organizado, alguna familia, alguna pareja…Sin darse cuenta le dieron la ocho, la hora de cerrar. Cuando estaba cambiándose llegó Frank. José contrariado por lo ocurrido con Hendrix le explicó la historia a su compañero.

-Pues vaya susto te tuviste que dar.
-No lo sabes bien.
-Ya decía yo que me sonaba su cara; normal.
-Creo que lo de trabajar en este decrépito museo me está afectando. No sería mala idea buscar algo fuera de aquí como ha hecho María. Contestó José.
-¿Así que quiere dejarnos, señor Manzano? Preguntó Hendrix desde detrás de la puerta de entrada a los baños.
-Bueno, yo no he dicho exactamente eso…Contestó José tratando de excusarse.

Pasó una semana y una mañana, cuando Frank esperaba la llegada de José, un nuevo vigilante apareció en el centro.

-José ha cumplido finalmente con sus deseos y ha encontrado algo mejor. Le presento a Ernesto, el nuevo guarda. Dijo Hendrix anticipándose a la pregunta de Frank.
-¿Sin despedirse? Preguntó Frank dando nula credibilidad a las palabras de su jefe.
-Quizás no era tan buen amigo como usted pensaba. Contestó el viejo en tono irónico.

A la noche siguiente, Frank dio rienda suelta a su intuición. Que María se fuese sin despedirse, cabía dentro de la probable pero que lo hiciese José, no. Lo que Hendrix no sabía era la relación que ambos tenían incluso fuera del trabajo. José jamás se hubiese ido de aquella manera. Nervioso, Frank se acercó a la estatua de aquella mujer, pero esta vez dispuesto a borrar toda duda. Le quitó con delicadeza el antifaz y observó atentamente su cara. Entonces, asomando ligeramente bajo la blanca peluca Frank creyó ver algo fuera de lo normal. Con cuidado trató de levantar ligeramente la peluca. Cuál fue su sorpresa cuando tras ella, una hermosa cabellera negra idéntica a la de María, salió a relucir. ¿Quién iba a recrear la existencia de un pelo real bajo la peluca blanca? Aquello no tenía sentido. Inquieto, se acercó a otra figura del mismo periodo y tiró fuertemente de su peluca. Tal y como imaginaba, bajo aquella peluca no había nada más que una desnuda cabeza de cera. Sobrecogido, regresó frente a María y con las uñas trató de arrancar la cera que yacía sobre su piel. Tal y como imaginaba, en cuanto hubo arrancado una fina capa, entre sus uñas Frank descubrió rastros de sangre y de piel.
Alterado, Frank decidió que ya era hora de entrar en el taller de aquel viejo loco y ver que terribles secretos guardaba allí. Sin dudarlo forzó la puerta y entró en aquella sala.

-¡Que has hecho! Exclamó la voz del viejo Hendix desde su interior. Ahora vendrán a por ti.
-¡Usted la mató!
-Yo no maté a nadie. Dijo mostrándole el cuerpo de José convertido en una nueva estatua lista para decorar la sala egipcia.
-¡Dios! ¿Por qué? Preguntó Frank apuntando al viejo con su revolver.
-No soy yo. Son ellas, las verdaderas propietarias del museo; las figuras.
-¿Cómo?
-Saben que cada vez viene menos gente a verlas y que tarde o temprano acabarán por cerrar el museo. Ya no hay presupuesto para nuevas estatuas y por eso, cuando alguno de nosotros amenaza con irse…ellas sólo aprovechan. ¿Sabe usted lo cara que va la cera? Yo sólo trato de convertir el horror en arte.

De pronto, Frank sintió pasos tras de sí. Asustado, giró rápidamente su cabeza. Detrás suyo, un auténtico ejercito de estatuas avanzaban como zombies con los brazos extendidos. Frank empezó a disparar indiscriminadamente.

-El plomo no sirve de nada. Ya están muertas. Dijo Hendrix sonriéndose mientras Frank chillaba con la expresión desencajada. No te resistas Frank, o todavía será peor.

A la mañana siguiente, el museo no abrió sus puertas. Un cartel colgado en la entrada dictaba. “Cerrado por restauración y mantenimiento de las figuras”.

3 comentarios:

Thalitez dijo...

¡Hola!

Llevo cierto tiempo leyendo tus historias, hasta hoy me decidí a comenterte.
Escribes muy bien, me encantan todas tus historias. Son geniales.
Me gustaría poder escribir como tú... lástima que no puedo je je

¡Saludos!

Laura Falcó Lara dijo...

Hola Thalitez,

Gracias por tus comentarios. Da gusto escribir con lectores así. Un abrazo.

Peter Mathius dijo...

Estupenda história, pero una vez leída, me acordaré siempre que vaya a visitar el Museo de Cera de Barcelona, o el Bosc De Les Fades a través del Paseo de la Banca desde Ramblas o Capitanía General, je,je,je,je (Desde Luego, eres lo que no hay, de "Buena Escritora de Terror" Láura).-

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